PRÓLOGO
La muerte no estaba en la lista de
invitados pero aun así se presentó.
Maggie Boswell, la
reina soberana de la ficción de misterio, estaba sentada en
la mesa de firmas como una reina en su trono. Estaba rodeada
por pilas tambaleantes de libros de su último best seller.
Los libros iban a
ser entregados a los miembros de la élite literaria: autores,
editores y agentes. Era una gran ironía que Maggie los
hubiera invitado a su casa para la fiesta de presentación de
ese libro. No le gustaba la mayoría de ellos. Y ahora
también desconfiaba de todos ellos.
Porque cualquiera
de ellos podría intentar matarla.
Alguien le entregó
un libro. Ella garabateó una dedicatoria, luchando por
controlar su miedo. En el terror inquieto de sus peores
imaginaciones, incluso su querida casa le ponía los nervios
de punta. Su enormidad ya no era una alegría, sino una
amenaza. Tenía demasiados rincones, demasiadas sombras. Y
afuera, detrás de sus muros de estuco, la noche era oscura y
sin luna. A los lejos, más allá del jardín, el Pacífico con
sus tonos grises y plateados estaba extrañamente inmóvil.
Detrás de ella y a
través de las puertas francesas abiertas, una brisa le sopló
en la nuca, erizándole la piel como una caricia espectral.
Se estremeció y se giró para mirar. Pero allí no había nada,
nada excepto la oscuridad absoluta de su jardín.
—¿Señora Boswell?
Ella se giró al
oír la voz femenina y apretó los labios. Era una aspirante a
su trono, en forma de mujer morena fatua con, en opinión de
Maggie, dudoso talento.
La mujer le
entregó un libro y le sonrió:
—Soy Annette
Rowell. Soy una gran admiradora de su trabajo.
Maggie tomó la
novela pero no se molestó en devolverle la sonrisa.
—¿En serio?
—He estado
esperando con muchas ganas este libro.
«Léelo
y solloza».
—¿A quién debo
dedicarle el libro? ¿A usted?
—Sí, por favor.
Maggie garabateó
Para Annette y luego su firma en grandes letras. Cerró
de golpe la cubierta dura y le entregó el volumen.
—Puede que
recuerde que yo también he escrito una serie de novelas de
misterio —dijo la mujer.
Maggie era muy
consciente de ello:
—¿De veras?
De nuevo la mujer
sonrió.
—Muchas gracias
por invitarme a venir esta noche.
Maggie se preguntó
cómo había hecho esa advenediza para estar en la lista de
invitados. En silencio, hizo un movimiento de despedida con
la cabeza y la mujer se alejó.
Los libros seguían
llegando, sin cesar. Ella saludaba, abría el libro, lo
firmaba, lo devolvía, sonreía, una y otra vez. En un momento
dado, Maggie se enderezó. Había sentido algo, repentino y
rápido, en la nuca. Un picotazo, como el de una abeja, o el
de una aguja entrando en la carne. Profundamente y con un
propósito. Luego, tan rápido como vino, se fue.
Frunció el ceño, y
se giró para mirar detrás de ella a través de las puertas
francesas. De nuevo, no vio nada. Solo la gran terraza de
baldosas y el césped que se extendía hasta el mar. Con algo
de inquietud, se tocó la parte de atrás del cuello, y a
continuación miró horrorizada la inconfundible mancha
carmesí en su dedo.
«Dios mío —Le vino
un pensamiento a la mente, una idea aterradora que descartó
inmediatamente—. No puede ser». Alguien le entregó
otro libro. Mecánicamente lo firmó, mientras la mente le
daba vueltas. Al devolverle el libro a su dueño, ella hizo
de nuevo una mueca.
Empezó a sentir
una extraña sensación de hormigueo en su cuerpo. Maggie se
quedó inmóvil, prestándole toda su atención a esa sensación.
Sin embargo, el hormigueo no desapareció sino que aumentó,
haciéndose más fuerte.
Se estremeció. La
invadió una sensación de frío glacial. El horrible
pensamiento volvió, burlándose de ella. «Igual que en mi
segundo libro».
No. No podía
creerlo. No podía ser tan fácil que le pasara lo que tanto
había temido. Simplemente así. De repente el frío glacial se
intensificó, golpeándole todo el cuerpo. Un presagio del
destino.
«Esto no puede
estar pasando».
Aunque sabía que
podía pasar.
Le pareció que las
personas que la rodeaban se estaban alejando, como si
hubiera caído un velo entre ella y el mundo viviente. Vio
sus caras, oyó sus voces, pero estaba sola entre todos ellos
de una forma en que nunca antes lo había estado. Intentó
mover la boca para hablar pero sus labios no le respondieron.
«Tan rápido.
Realmente es muy rápido».
Ella casi estaba
admirando la potencia de ese veneno. Era igual que como lo
había descrito en su libro.
—¿Cariño? —Su
marido se inclinó sobre ella. Las voces se convirtieron en
ecos, se aproximaron caras preocupadas. Alguien levantó algo
fino, brillante y plateado. Maggie no necesitó verlo
claramente para saber lo que era. Un dardo, con veneno en la
punta.
El terror se
apoderó de ella, y dio vueltas en su mente como un derviche
grotesco. Su imaginación, siempre vívida, conjuró una imagen
de su último aliento, que ella sabía que ya no estaba muy
lejos. Y, oh, cómo jadearía y se esforzaría por encontrar el
aire para respirar que nunca más encontraría…
El pánico se
apoderó del hermoso salón, aunque ella solo pudo ver una
nube de ácido. Ahora la gente se estaba empujando, chocando
unos contra otros, buscando la forma de escapar. Un grito
solitario desgarró el aire. Ella trató de girar la cabeza
para ver quién había emitido ese sonido estridente, pero no
pudo. Incluso eso estaba más allá de sus capacidades,
perdidas rápidamente.
«Tan rápido, tan
rápido…».
Su cuerpo se
desplomó sobre la mesa. Fue incapaz de evitar que su cabeza
golpeara el libro que estaba a punto de firmar.
«Mi último libro.
Se terminó. Estoy muerta».
Otro grito, pero
no era ella la que gritaba, porque ya no podía respirar más.
Lo sabía. Lo había intentado. No le salió nada.
La muerte se fue,
dejando tras de sí su sombría tarjeta de visita.
CAPÍTULO UNO
Annie Rowell tomó una bocanada de aire,
mientras el corazón le bombeaba y sus pies, calzados con sus
gastadas zapatillas deportivas, golpeaban la grava del arcén
de la carretera de dos carriles. Estaba anocheciendo, y a
esa hora muy pocos coches pasaban por aquellas bajas colinas
de las afueras de la ciudad costera californiana de Bodega
Bay. Allí, una milla tierra adentro, no podía oír el mar,
pero aun así el aire helado olía intensamente a sal. Por
encima de su cabeza graznó un cuervo, y su graznido cruzó
los cielos.
Esa era la ruta
por la que generalmente corría, así que no requería ninguna
concentración por su parte. Su mente podía divagar
libremente, y lo hizo, soñando despierta con su fantasía
favorita.
Los
neoyorquinos pasaban por su lado mientras ella miraba el
escaparate de la ostentosa librería. Los copos de nieve
caían desde el cielo, cayendo sobre su cabello castaño y
derritiéndose en las largas pestañas que enmarcaban sus ojos
verdes, que brillaban a causa de las lágrimas de alegría. Un
ejecutivo que caminaba muy deprisa chocó contra ella, y
maldijo por lo bajo.
Ella
siguió inmóvil. Hipnotizada. Nada podía apartarla de esta
visión, con la que había estado soñando durante años. Su
novela (¡La suya!)
apilada en una pirámide gigante en el escaparate. En el
medio, justo donde se colocan los best sellers.
Dentro de
la librería, un comprador cogió un libro de la pirámide y se
dirigió hacia la caja. Más compradores como ese y Annie
escalaría incluso más arriba en la lista de los libros más
vendidos. Se podía imaginar a Philip y a su nueva esposa
mirándose uno al otro y frunciendo el ceño mientras leían
The New York Times,
incapaces de asimilar que el nombre de Annette Rowell
estuviera impreso allí, y en una posición tan ilustre.
«Quizás no
debería haberme divorciado de ella —Philip pensaría, mirando
a su esposa número dos con la decepción que previamente
había reservado para Annie—. Pero, ¿quién hubiera pensado
que iba a llegar a algo?».
La fantasía generó
la sonrisa habitual, pero esta vez no duró mucho. Annie fue
devuelta bruscamente a la realidad.
Aceleró el paso
(solo un poquito, pero no lo suficiente como para que fuera
evidente), y luego levantó la barbilla un poco, resistiendo
las ganas de echar un vistazo por encima de su hombro.
¿Cuánto tiempo
hacía que ese coche estaba detrás de ella?
¿Por qué no la
adelantaba?
Estaban a finales
de abril y los días más largos le permitían descuidar la
hora de salir a correr. En enero, salía a correr a las tres
y media de la tarde para evitar que oscureciera antes de
terminar su recorrido y volver a casa. Correr sola y en la
oscuridad era una mala combinación para cualquier mujer. Y
peor aún para una que llevaba un blanco de tiro en su
espalda.
Pero se había
entretenido revisando el capítulo diecisiete, y pasaron las
cinco, luego las seis, las siete y media… Y de ninguna
manera iba a dejar de ir a correr ese día. Últimamente era
toda disciplina:con su trabajo de escritora, con su
entrenamiento físico, con sus comidas, con todo. Pero esa
disciplina la había llevado a estar allí en la calle,
todavía corriendo, bajo grandes sombras que no la hacían
sentirse segura.
El coche, que
conducía muy despacio, aceleró. Ella se dio cuenta por el
ruido de las revoluciones que hizo el motor. Entonces
apareció justo a su lado y aminoró la marcha para ir al
mismo ritmo que ella. Desde dentro del vehículo y a través
de la ventanilla del pasajero que estaba abierta podía
sentir los ojos del conductor clavados en ella. Mirándola.
Ella mantuvo la
mirada fija hacia adelante, mientras su corazón latía con un
ritmo acelerado que no tenía nada que ver con el esfuerzo.
¿Qué debería hacer?
«Sé valiente —decidió—.
Mira al conductor».
Giró la cabeza
hacia la izquierda y pudo ver un coche granate destartalado.
Detrás del volante… un hombre. No era un hombre mayor, lo
que explicaría por qué conducía a paso de tortuga. Era de
una edad indeterminada y pelo oscuro. Llevaba puestas gafas
de sol, a pesar de que el sol ya casi se había puesto.
Pero eso fue todo
lo que pudo ver, porque un segundo más tarde el coche
aceleró y salió disparado. Al principio Annie no pudo
entender por qué, hasta que se fijó en que otro vehículo se
estaba acercando desde atrás. Pudo escuchar por la
ventanilla abierta un fragmento de la animada conversación
mientras el todoterreno pasaba por su lado.
El rugido de ambos
motores murió en la distancia y de nuevo descendió el
silencio, roto solo por el ruido repetitivo de los pies de
Annie golpeando sobre la grava.
«El todoterreno lo
asustó. Eso era bueno, ¿no? Claro, pero, ¿quién era ese
hombre? Y, ¿por qué se asustó cuando oyó al otro coche? No
pienses. Solo corre. Vete a casa».Durante varios minutos
hizo grandes progresos. Pero la paz le duró poco. Pronto oyó
un vehículo detrás de ella.
Miró por encima de
su hombro.
A pesar del
crepúsculo, un coche se acercaba con las luces apagadas.
¿Era el coche granate? No podía decirlo con exactitud. ¿Había
el tipo dado la vuelta y regresado?
Se le cortó la
respiración en la garganta. ¿Debería enfrentarse a él? No,
eso solo lo irritaría. ¿Darse la vuelta? Pero no tenía
sentido acortar la distancia entre ellos. ¿Acelerar el paso?
Al llegar a la curva que había justo delante podría cruzar
la carretera y correr a toda velocidad por la colina más
baja hacia la izquierda. Sería una carrera más difícil, pero
también sería imposible que él la pudiera seguir.
A menos que se
bajara de su vehículo.
No se molestó en
considerar esa posibilidad. Tampoco tenía tiempo para pensar.
Ahora estaba ya casi en la curva, la colina con su suave
montículo la tentaba para que la usara como ruta de escape.
«Hazlo. Unos
cuantos pasos más. Ahora.»
Hizo un brusco
giro a la izquierda y cruzó la carretera, para luego subir
corriendo la colina tan rápido como sus doloridos músculos y
su acelerado corazón se lo permitieron. No era un truco
fácil, cansada como estaba. «No dejes que me siga. No
dejes que me siga…».
Detrás de ella oyó
neumáticos sobre la grava. ¿Se había salido el coche de la
carretera? Ella solo había subido un poco por la colina, que
resultó ser más inclinada de lo que parecía. Su respiración
se hacía más difícil y más rápida en su boca abierta y
reseca que succionaba todo el oxígeno que podía. Sus
pulmones ardían; su cerebro repetía el mantra silencioso:
«No dejes que me siga…».
Deseó tener la
valentía de cuando era niña. En aquella época no tenía miedo
de nada ni de nadie. Pero habían transcurrido dos décadas.
Philip había llegado a su vida causando estragos en la
confianza en sí misma que solía tener antes de conocerlo.
Detrás de ella, la
puerta del coche se abrió. Oyó el bip-bip-bip de aviso
cuando se dejan las llaves puestas, luego voces estáticas,
como una radio mal sintonizada. El rayo de luz de una
linterna iluminó la hierba enfrente de ella.
—¡Señorita!—gritó
la voz de un hombre—. ¡Deténgase!
Ella se detuvo.
Estaba casi a cuatro patas, le había costado muchísimo
trabajo subir la colina. Miró hacia atrás.
Era un policía, de
unos cuarenta y tantos, corpulento, con un rostro amplio y
lleno de arrugas y con una linterna en la mano. Estaba de
pie delante de un coche de Policía con ambas puertas
abiertas.
—¿Se encuentra
bien?
Ahora entendió lo
que era ese sonido estático: era la radio de la policía. Se
dejó caer sobre la hierba, fría contra su piel. Y vio como
el policía subía trabajosamente la colina. Cuando estuvo
cerca pudo leer su nombre en la placa policial: HELMS.
—¿Se encuentra
bien?—repitió.
Ella asintió con
la cabeza, porque durante unos segundos no pudo hablar.
Luego dijo:
—Estoy bien.
Él continuó
subiendo por la colina.
—¿Por qué subió
hasta aquí?
—Pensé que me
estaban siguiendo.
Ella le relató la
historia. Detrás de Helms, al pie de la colina, su compañero
salió del coche. Él también era blanco, más o menos de la
misma edad, altura y complexión que su compañero pero con
una barriga que le sobresalía por encima del cinturón.
Helms le ofreció
la mano y la ayudó a ponerse de pie. Él empezó a caminar
hacia la carretera.
—Hablemos allá
abajo.
Ella lo siguió sin
protestar. Una vez que llegaron al pie de la colina, pudo
leer el nombre en la placa policial del compañero de Helms:
PINCUS.
Helms sacó un bloc
de notas del bolsillo trasero de sus pantalones.
—¿Vio la matrícula
del coche?
—No.
¡Qué vergüenza que
ni siquiera hubiera pensado en mirar la matrícula! Pero el
coche había pasado por su lado tan rápido que ella no
hubiera podido leerla incluso si hubiera tenido la intención
de hacerlo.
Él la miró.
—Se da cuenta de
que los que estábamos detrás de usted ahora mismo éramos
nosotros.
—Sí, pero había un
tipo justo a mi lado. ¿Lo vieron?
—En un coche
granate —respondió.
—Sí. Al menos el
primer tipo iba en un sedán granate. No estoy segura del
segundo. No lo pude ver bien porque ya había oscurecido
—Helms no dijo nada y ella tuvo la impresión de que no la
creía—. No me lo estoy inventando —añadió.
Helms la miró
durante un segundo largo, luego abrió su bloc de notas y
garabateó unas cuantas líneas. Después lo volvió a meter en
su bolsillo.
—Le voy a dar un
consejo, señorita Rowell...
—Ya lo sé. No
debería estar corriendo a esta… —Ella hizo una pausa—. ¿Usted
sabe mi nombre?
—Es usted esa
escritora de misterio de fuera de la ciudad que alquiló la
vieja casa Marsden —Pincus habló por primera vez—. Usted
vive allí sola.
Él no necesitaba
recordárselo. Y tampoco quería acordarse de por qué vivía
sola: de cómo Philip la dejó una vez terminada su carrera de
Medicina que, dicho sea de paso, ella ayudó a pagar; de cómo
la cambió por una doctora que era su «alma gemela»; de cómo
tuvo que ir a vivir a esta ciudad remota para poder alquilar
una casa no muy cara que pudiera costear con sus
pequeñísimos anticipos.
Ella miró a Helms
y una idea aterradora echó raíces en su mente.
—¿Hay alguna razón
por la que me puedan estar vigilando?
Él apartó la
mirada. Luego dijo:
—Se nos ha pedido
que estemos alertas y la mantengamos vigilada.
—Por los
asesinatos de esos escritores —añadió Pincus.
Helms le echó a
Pincus una mirada que decía «cierra el pico». Después volvió
a mirar de nuevo a Annie.
—Es una alerta de
rutina que se le ha dado a todas las comisarías de Policía
con escritores de misterio conocidos viviendo en su
jurisdicción.
Podía ser algo
rutinario para él. Pero no para ella.
—La llevaremos a
su casa —Helms abrió la puerta trasera del coche de policía
y se quedó de pie junto a ella—. Y mi consejo es que no
debería estar sola en la calle a esta hora. Necesita ser más
cuidadosa.
Nunca nadie le
había dicho unas palabras tan ciertas. Se metió dentro del
coche y se sentó en el agrietado sillón negro de vinillo
Naugahyde.
Si lo analizaba
racionalmente sabía que ella no era un blanco probable. Era
verdad que tres grandes escritores de misterio habían sido
asesinados. Uno tras otro, en el espacio de unos cuantos
meses. Primero Seamus O’Neill, luego Elizabeth Wimble, y
hacía una semana, Maggie Boswell. Todos ellos superestrellas
literarias.
Eso no la
describía a ella. Su nombre apenas era conocido por un grupo
entre pequeño y mediocre de lectores. Pero estaba creciendo.
Cada vez que publicaba un nuevo libro de su serie de
misterio, recibía mejor acogida que el anterior. Y con su
último libro ya publicado, la serie iba en aumento.
«¿Qué pasaría si
la serie se convierte en un éxito de ventas? ¿Qué pasaría si
me convierto en una escritora de best sellers?». Por
primera vez le pareció posible. Ciertamente, su editor
la estaba presionando. Y ella sabía que La cuna del
Diablo, que acababa de salir a la venta, era su mejor
trabajo. Después de que Philip le dijese que quería el
divorcio, ella se dedicó en cuerpo y alma a escribir y todo
ese esfuerzo estaba plasmado en su último libro. Qué irónico
sería que el éxito por el que había luchado tan duro se
convirtiera en una espada de doble filo.
Miró a través de
la ventana del coche de policía mientras las colinas y los
árboles pasaban volando ante sus ojos, dejando inmensas
sombras en la oscuridad. Era aterrador que estuvieran
asesinando a escritores de novelas policíacas. No era algo
especulativo, como escribir libros de misterio. En sus
libros ella no tenía ningún problema en desperdigar cuerpos
por todas partes como si fueran turba.
Aquellas eran
personas que ella conocía. Eran personas de carne y hueso.
Las había conocido. Había hablado con ellas. Hacía solo unos
cuantos días había ido a la costa, a Santa Bárbara para
asistir a la fiesta de presentación del libro de Maggie
Boswell en la que fue asesinada.
Lo que significaba,
ella lo sabía, que el asesino también había estado allí.
Probablemente él se había tomado un par de copas y contado
un par de chistes. Podía haber estado a pulgadas de ella.
Quizás se había rozado con ella. Quizás había estado de pie
afuera cuando ella se fue de la fiesta, viéndola irse. El
mismo hombre que había disparado a Seamus O’Neill y había
clavado a Elizabeth Wimble una aguja de ganchillo en la
garganta.
Ella se arrellanó
en el asiento mientras Helms giraba hacia la izquierda y
pasaba junto al cementerio con sus centenarias lápidas
erosionadas. Llevaba un año viviendo en Bodega Bay y
entendía perfectamente por qué Alfred Hitchcock había
escogido ese lugar para rodar la película Los Pájaros.
Era perfecto. El viento azotaba la tierra, los implacables
acantilados rocosos; la niebla se adentraba en la tierra
desde el frío y embravecido Pacífico…
Más adelante pudo
ver su casa. Con todas las luces apagadas, no parecía
acogedora. Era una casa de estilo victoriano de color
amarillo deteriorado y llena de rincones y recovecos, y con
los escalones de entrada torcidos. Varias contraventanas
negras estaban a punto de caerse a pedazos. Necesitaba una
capa de pintura y un sistema de seguridad, pero como era una
casa alquilada, no conseguiría ninguna de las dos cosas.
Helms detuvo el
coche de policía y Pincus se bajó para abrirle la puerta.
Ella le dio las gracias a los dos y se dirigió al interior
de la casa, consciente de que tenía dos pares de ojos
clavados en su espalda.
Una vez dentro,
echó el doble cerrojo a la puerta y colocó la cadena de
seguridad, luego fue por las habitaciones encendiendo todas
las lámparas que tenía. Cuando la vieja casa tuvo todas las
luces encendidas como si fuera un árbol de Navidad, se
dirigió a la cocina y sacó de la nevera un Gatorade. Después
se sentó junto a la pequeña mesa de pino colocada en un
rincón de la cocina bajo la ventana con cortinas.
«Tienes que dejar
de pensar en los asesinatos. No estás avanzando lo
suficiente con el libro».
Era muy difícil
concentrarse. Y al día siguiente tendría que asistir al
funeral de Maggie Boswell, lo que de nuevo le haría recordar
intensamente todo lo sucedido. Michael le había pedido que
lo acompañara y no se había podido negar después de todo lo
que él había hecho por ella durante todos esos años.
«Nadie te está
persiguiendo. No pierdas de vista tu objetivo. Escribe».
Su próxima fecha
de entrega no estaba lejos. Y tenía que cumplirla,
entregando un manuscrito fabuloso. La mejor forma de
conseguir una buena reputación como escritora era conseguir
escribir libros gruesos y publicarlos rápidamente, para
mantener a sus lectores cautivados. Esta era su oportunidad
de triunfar. No podía desperdiciarla porque entonces se
convertiría en un caso perdido.
«Y eso es lo que
Philip espera que te pase».
No había para ella
una mayor motivación que esa.
—Ya está bien.
Se levantó de la
silla, metió un burrito congelado en el microondas para
cenar y subió al piso de arriba, a la habitación que usaba
como despacho. Se ducharía más tarde. Por el momento,
trabajaría. Hizo clic en el fichero del capítulo diecisiete
y empezó a trabajar. Solo había un misterioso asesinato en
el que iba a concentrarse. Y era el que estaba en su propia
imaginación.
***
Reid Gardner estaba sentado junto a un
panel de teléfonos en el estudio del programa Vigilancia
contra el crimen en Hollywood. Eran ya pasadas las dos
de la madrugada, hacía un frío helador y el estudio estaba
desierto con la mayoría de las luces del techo apagadas y el
resto, atenuadas. En la sala de redacción situada detrás de
él, la señora de la limpieza provocaba bastante estrépito
vaciando los cubos de basura, pasando ocasionalmente la
aspiradora y cantando una canción que él no conocía.
Seguía esperando,
aunque ya hacía cuatro horas que había terminado de emitirse
el programa. Continuaba aguardando alguna llamada más a
través de la línea telefónica de ayuda contra el crimen a la
que llamaban los telespectadores. Le encantaba recibirlas.
Significaba que alguien que había visto el programa les
proporcionaba una pista. Una pista que podía ayudar a poner
entre rejas a un fugitivo. Esa noche, como cada noche
durante los últimos cinco años, había un indeseable en
particular a quien Reid quería capturar.
El botón de las
llamadas entrantes parpadeó con una luz roja. Se puso los
auriculares y abrió una nueva hoja de datos sobre pistas en
la pantalla del ordenador. Reid pulsó el botón.
—Línea telefónica
de ayuda de Vigilancia contra el crimen…
—Oiga, tengo algo
que decir —La persona que llamaba era un hombre joven. Como
de costumbre.
—Adelante.
—Es sobre ese tío,
Espinoza, el que salió esta noche en tu programa
Maldita sea. No
era el que Reid estaba buscando, pero era uno de la lista de
los más buscados. Aunque, de los diez que habían salido en
la emisión del programa de esa noche, este era uno de los
delincuentes más importantes.
—¿Sabes dónde está?
—No en este
momento. Pero le he visto —Bravucón. Como de costumbre.
—¿Estás seguro de
que era él?
Silencio. Eso no
era una buena señal.
—Sí, estoy seguro
—dijo.
Muy bien. Esta
llamada estaba avanzando rápidamente hacia el sur de la
lista de prioridades.
—¿En dónde?
—A las afueras de
Omaha, en un vertedero de ciudad llamado Murdock.
Reid meneó la
cabeza, pero movió los dedos obedientemente sobre el teclado
del ordenador. No era probable que fuera él. El último lugar
confirmado donde habían visto a Espinoza había sido en el
sur de Florida.
—¿Eso es a la
salida de la interestatal 80?
El tipo se rio.
—No está mal, tío.
Nadie sabe nunca un carajo dónde está Murdock. ¿Tienes un
viejo mapa ahí o algo?
—No —Excepto el
que Reid tenía en su cabeza. Atrapar a fugitivos no era un
trabajo de oficina.
El tipo que estaba
al otro lado de la línea se calló. Luego preguntó:
—¿Quién eres tú?
No había necesidad
de mentir.
—Reid Gardner.
—¡No jodas! —Lo
pronunció joo-das—. ¿Tú eres el presentador del programa y
estás contestando el maldito teléfono? ¿A media noche? Si yo
fuera tú, no haría eso. Estaría viviendo a lo grande.
—No es mi estilo
—Se fijó en que Sheila Banerjee había entrado en la sala de
redacción. La esencia de pachuli fue la primera pista. El
hecho de ser los únicos dos miembros del personal que
quedaban en el edificio fue la otra—. Bueno, dime lo que
sabes de Espinoza.
No le llevó mucho
tiempo. Mientras tanto, Sheila colocó su delgada cadera
sobre la mesa que estaba al lado del teléfono de Reid y
empezó a columpiar ligeramente su pierna derecha hacia
delante y hacia atrás, arqueando graciosamente los dedos
para mantener su sandalia puesta. La suave tela de su falda
se agitaba rítmicamente, recordándole a Reid lo cansado que
estaba.
Terminó la llamada,
se quitó los auriculares, se recostó en la silla de
escritorio con ruedas y se pellizcó la piel situada entre
los ojos.
—¿Finalmente vas a
dar por terminada la noche? —La voz de Sheila era suave, su
acento de Nueva Delhi se volvía más pronunciado en las horas
de la madrugada.
Él levantó la
cabeza para mirarla.
—No tenías que
haberte quedado.
Ella no dijo nada,
solo lo miró a los ojos. Y realmente no había nada que decir.
No era la lealtad a su trabajo de productora la que mantenía
a Sheila Banerjee en su despacho hasta bien pasada la
medianoche, y ambos lo sabían.
Ella apartó la
mirada.
—Ha entrado una
pista esta noche que quizás valga la pena.
Él sabía cuál era.
—La vi.
Ella leyó el
escepticismo en su cara y arqueó las cejas.
—¿No crees que sea
una buena pista?
Él se encogió de
hombros.
—Todas parecen
buenas hasta que empiezan a parecer malas —«Hasta que nos
llevan al mismo callejón sin salida». Se levantó bruscamente,
enviando su silla hacia atrás como si fuera un cohete—.
Quiero volver a echarle un vistazo a la historia una vez más.
No estoy seguro de haber utilizado las palabras adecuadas.
—Ya la hemos
revisado muchísimas…
No la dejó
terminar.
—Ya lo sé.
Él ya estaba en la
cabina de control, las luces del equipo electrónico de alta
tecnología parpadeaban en rojo y blanco en la oscura y
helada habitación. Sacó de la estantería el archivo del
programa y luego intordujo la cinta en una pletina y la
escaneó hasta llegar al segmento sobre Larry Bola Ocho
Bigelow. El hombre al que quería atrapar por encima de todos
los demás. El hombre que le había cambiado la vida. El
hombre que había terminado con la vida de Donna.
Sheila estaba
junto a él.
—Ahí.
Reid hizo que la
cinta se detuviera cuando una foto de su peor enemigo llenó
la pantalla. No era una gran foto, pero era la única que
tenían. Ahí estaba Bigelow, delgado, con una camiseta blanca
sin mangas y pantalones vaqueros desgastados, inclinado
sobre una mesa de billar con un taco en la mano.
Aunque era difícil
de ver, Reid sabía que Bigelow tenía un tatuaje en su bíceps
derecho, una bola número ocho negra pero que en lugar de
tener el numeral ocho tenía la letra b mayúscula. Parecía
estar midiendo un tiro, con la boca abierta, revelando la
ausencia de uno o dos dientes. Pelo rubio despeinado, la
mitad del cual le cubría la cara sin afeitar. Y aunque sus
ojos no eran visibles, Reid tenía su propia imagen mental de
esos profundos ojos azules fríos como el hielo. Él sabía que
el demonio se escondía en su interior. El mismo demonio.
«Durante años
hemos estado siguiéndolo —La voz grabada de Reid resonó en
la cabina silenciosa—. Estuvimos cerca unas cuantas veces,
gracias a las pistas que ustedes nos dieron. Aquellos que
son telespectadores asiduos del programa saben que este caso
me atañe personalmente».
Había unos cuantos
detalles sobre el asesinato de Donna. La información
personal de Bigelow apareció en la pantalla: edad, altura,
peso. Una línea roja atravesaba un mapa del país, mostrando
sus conocidos viajes de ida y vuelta a Reno, Cheyenne y
Duluth. A continuación, se veía una imagen de Reid, de pie,
durante una grabación nocturna, vestido con sus típicos
pantalones vaqueros y cazadora de piel, enfrente de un muro
cubierto de grafiti. Con el pelo rubio muy corto y el
visible bulto en la nariz fruto de una pelea en la
universidad que ni siquiera un maquillador profesional podía
cubrir. Tenía el mismo aspecto que cuando era policía. Solo
que ahora el uniforme era diferente y ya no llevaba la placa
del Departamento de Policía de Los Ángeles.
«Nadie está seguro
con este criminal en las calles —Reid se sintió avergonzado
por la intensidad de su voz. En sus propios oídos, sonaba al
borde de la desesperación—. Es un asesino. Quiero que pague.
Ayúdenme a llevarlo ante la justicia».
Sheila paró la
cinta. Reid cerró los ojos, escuchando la palabra «justicia»
rebotando en las paredes de la sala de control como una
pelota que nunca podía atrapar.
—Utilizaste las
palabras adecuadas —dijo ella.
Él no podía hablar.
Nunca antes había utilizado esa frase en el aire: «Este
caso me atañe personalmente… Quiero… Ayúdenme…».
—Lo sé —dijo ella,
como si él en realidad hubiera hablado—. Pero nuestros
telespectadores lo entenderán. Y nos ayudarán, si pueden.
Él no la miró
mientras sacaba la cinta y la volvía a colocar en la
estantería de archivos.
—¿Tú crees que
alguna vez lo atraparemos?
A ella le llevó un
rato responder. Finalmente dijo:
—Sí, sí lo creo.
—No siempre
terminamos atrapándolos, ya lo sabes —Él se volvió para
mirarla de frente. No le dijo: no atrapamos al tuyo.
Como Reid y como
muchos de los miembros del personal, Sheila también habia
sido víctima de un crimen. Tal vez no era casualidad que
tantas víctimas se sintieran atraídas por trabajar en el
programa. A veces parecía más una vocación que un trabajo.
Aunque también era cierto que podían realizar programas de
televisión como los mejores profesionales del sector.
Entendían toda la parafernalia, los cortes rápidos y los
videos estilo cámara en mano que le daban a los programas de
tipo policial su cruel realismo. Pero también sabían algo
más, algo que no se aprende en la escuela de cine y
televisión.
La expresión de
Sheila permaneció estoica. Ya nunca mencionaba la violación.
Hacía años que le había dicho a Reid que no siguiera con la
búsqueda, que dejara de sacar al aire el perfil de ese
miserable.
Reid no podía
entenderlo, pero sabía que cada víctima hace su propia
elección sobre cómo seguir adelante con el resto de su vida.
De eso se trataba, también. Había un antes de que te pasara
y un después de que te pasó. Antes de que se cruzara en tu
camino el demonio, cuando pensabas que no te podía pasar a
ti, y un después, cuando sabías que sí te podía pasar.
Salieron juntos de
la cabina de control, cerraron el estudio y bajaron en el
ascensor hasta el aparcamiento subterráneo. Reid acompañó a
Sheila a su coche por cortesía. El edificio era tan seguro
como una fortaleza. Con el odio que su trabajo generaba
entre la escoria que hay sobre la faz de la tierra, tenía
que ser así.
Sheila se metió en
su Jetta blanco y bajó la ventanilla del conductor. Pareció
dudar:
—¿Quieres venir a
mi casa a tomarte una copa? Puede que te ayude a relajarte.
Él no se podía
permitir a sí mismo volver a pasar por ese camino. En
aquellos momentos no sería justo para Sheila, como tampoco
lo fue antes.
—No esta noche —dijo
manteniendo un tono de voz ligero.
Ella asintió con
la cabeza. Él tuvo la impresión de que su negativa no la
sorprendió.
—¿Dónde quieres
que nos encontremos mañana, aquí o en el aeropuerto? —preguntó
ella.
—En el aeropuerto.
El vuelo salía a
las nueve de la mañana. Aquella sería otra noche corta.
—El funeral es a
mediodía. ¿Tienes el expediente con los antecedentes del
caso que te di?
Él asintió. Lo
tenía, pero no lo había leído todavía. No podía concentrarse
en el segmento sobre los escritores asesinados hasta que no
saliera al aire el perfil de Bigelow. Estaba demasiado
ansioso pensando en si recibirían alguna pista buena.
Era ingenuo, lo
sabía. El triunfo de la esperanza sobre la experiencia. ¿Cuántas
veces tendría que salir al aire antes de que recibiera una
pista que lo condujera a una captura? Seis veces. Esa noche
era la séptima vez.
La afortunada
séptima vez.
Dejó que su
esperanza aumentara mientras caminaba hacia su propio coche.
***
Antes de que amaneciera en el
vecindario de Potrero Hills, en San Francisco, el agente
especial del FBI al cargo, Lionel Simpson, recibió una
llamada. Extendió su musculoso brazo hacia la mesita de
noche y mantuvo la voz baja para no despertar a su esposa.
—Simpson.
—Soy Higuchi —El
ayudante de Simpson en la oficina local—. Siento mucho
llamarte a esta hora, pero pensé que querrías saber esto.
—¿Qué tienes?
—Se han
identificado las huellas dactilares encontradas en la
cerbatana que disparó el dardo en el caso de Maggie Boswell
—Simpson se enderezó—. ¿Y?
—Tenemos unas
cuantas identificaciones. De una persona en particular.
Al lado de
Simpson, su esposa subió más la colcha de patchwork, se la
colocó sobre los hombros y se acurrucó aún más en la
almohada. Él bajó la voz:
—¿De quién son las
huellas?
—Un conjunto de
huellas pertenecen a Annette Rowell.