CAPÍTULO UNO
Lunes, 17 de junio,
2:19 PM
Natalie Daniels estaba de pie en la parte de
atrás de la iglesia católica de Nuestra Señora de la
Victoria, alejada de los demás dolientes, con un húmedo
pañuelo de papel apretado en su mano. La brillante luz solar
entraba a chorros, atravesando las vidrieras de lo alto de
la iglesia, y moteaba los lirios blancos del ataúd de Evie
con colores iridiscentes. A su lado en la nave callada,
Natalie podía oír el suave zumbido de la cinta de video
dando vueltas mientras su cámara grababa el panegírico
fúnebre para la posteridad y para la edición de esa noche de
Las Noticias de Horario Central de KXLA.
—Todos conocíamos a
Evelyn, una mujer que se agarraba a la vida con las dos
manos —dijo el anciano sacerdote—, ya estuviese ganando
competiciones de baile de salón o asando a políticos en el
periódico El Águila de Downey.
La concurrencia soltó
una risita aprobando la descripción, pero Natalie meneó la
cabeza llena de amargura. Evie tuvo que escribir para El
Águila, con una tirada de apenas treinta mil ejemplares,
porque la despidieron de KXLA.
—Evelyn rompía todas
las reglas —continuó el sacerdote—, y no sólo cuando jugaba
al bridge, al golf o al tenis.
La risa de los
dolientes se hizo más audible.
—Rompió las reglas
cuando se convirtió en la primera mujer reportera en las
emisoras de Los Ángeles. Rompió las reglas cuando usó el
aseo de caballeros porque la estación en donde trabajaba no
tenía baño para mujeres. Y rompió las reglas cuando, durante
dos décadas, ganó un sinfín de premios Emmy y logró poner su
equipo de informativos en el mapa.
«¡Y aun con todo eso,
todavía he tenido que pelear para traer una cámara!».
Natalie meneó la cabeza con incredulidad; lágrimas de enojo
ardían en sus ojos. Evie hizo tanto por KXLA y ¿qué hizo la
estación por ella? Despedirla cuando cumplió los cuarenta y
cinco e ignorar su muerte doce años después. Natalie
prácticamente había tenido que secuestrar al cámara para
poder cubrir su funeral.
—Evelyn también se
burló de la muerte. Fuimos amigos durante cuarenta años,
pero no compartió su carga hasta que no pudo esconder más
los estragos del cáncer. Estoy lleno de admiración por ella
—la voz del sacerdote se atragantó—. Nuestra Evelyn Parker
fue una mujer genial. Y ahora descansa con Dios. Oremos.
Comenzó a pronunciar
una oración melódica y Natalie dejó que su mente divagara.
¿Cómo era posible que Evie se hubiera ido? Mentora, amiga y
fuente de ánimo implacable. Había sido la persona
responsable del lanzamiento de Natalie como reportera, la
persona que le enseñó todos los pormenores de las noticias
televisivas. Natalie luchó por contener el sollozo que
emergía en su garganta, su obligación de mantener la
compostura profesional combatía contra su dolor. «Nunca se
lo agradecí lo suficiente. Y ahora es demasiado tarde».
Con monaguillos a cada
lado, el sacerdote se acercó al ataúd, que estaba flanqueado
por arreglos florales. Roció el féretro con agua bendita,
mientras seguía orando con una voz baja y monótona. Dio la
sensación de que el aire cálido, cargado de incienso, se
hacía más espeso.
Natalie escuchó un
estruendo en la distancia. Ladeó su cabeza, perpleja. ¿Una
tormenta eléctrica? ¿En Los Ángeles? ¿En junio?
El ruido se intensificó
y se acercó. Natalie sintió la tierra sacudirse debajo de
las baldosas de la iglesia. Uno de los arreglos florales se
tambaleó como un marinero borracho, y luego se cayó
resonando al suelo. Sin pensarlo Natalie se llevó la mano a
la garganta. «No. No puede ser. No ahora».
Su cámara, Julio, se
giró hacia ella con los ojos oscuros bien abiertos. Ambos
articularon con sus labios la palabra temida. ¡Terremoto! Al
instante, el suelo se movió con tanta fuerza que lanzó a
Natalie al suelo. Cayó de rodillas, impotente y no pudo
evitar darse en la cabeza con uno de los bancos de la
iglesia. Mientras el dolor rebotaba en su cráneo, era
consciente de que había personas gritando y de que Julio, a
su lado también de rodillas, luchaba por seguir grabando.
¡Y el ruido!
Ensordecedor, como un tren retumbando en su cerebro, o un
avión 747 despegando justo sobre ella.
Los segundos pasaban, y
la ola sobrenatural creció en intensidad. De repente, la
tierra dio un bandazo particularmente feo. Unos veinte
metros por encima de ellos la mampostería del abovedado de
la iglesia gimió. Entonces una vidriera estalló con el
sonido de un tiro de escopeta. Fragmentos de vidrio
multicolor rociaron la congregación como un confeti
mortífero, los gritos alrededor de Natalie se volvieron
frenéticos y animales.
Gateó por debajo del
banco, encogiendo su cuerpo para formar una pequeñísima
pelota. La imagen de los ojos oscuros de un hombre le vino a
la mente. «¿Dónde estará Martin ahora? Oh, Dios, espero que
esté en un lugar seguro».
La visión desapareció
con la siguiente onda sísmica. Toda la iglesia fue sacudida
por un espasmo apocalíptico de ruido y movimiento. Velas
votivas rodaban con locura por las baldosas, el olor
empalagoso de cera de abeja e incienso se mezclaba con el
olor acre del polvo. Lo único que Natalie podía hacer era
agarrarse al suelo tembloroso. Su cabeza seguía golpeándose
repetidas veces contra el banco, y el dolor la entumecía.
Entonces, tan
repentinamente como comenzó, el temblor se paró.
Por un momento, quedó
inmóvil, demasiado aturdida como para hacer cualquier cosa
que no fuese mantenerse agachada. Los segundos pasaron. A su
alrededor ella podía oír a la gente poniéndose de pie
torpemente y al sacerdote apelando a la calma a gritos.
Lentamente empezó a creer que ciertamente, por lo menos por
el momento, la tierra se había asentado en su lugar a
regañadientes.
Natalie se incorporó
por completo, esforzándose por pensar a pesar de los latidos
de dolor en su cabeza. La iglesia había recibido un tremendo
golpe. Ahora la luz del sol entraba en ángulo por los tres
agujeros enormes que se habían abierto en lo alto de la
nave, iluminando los fragmentos de vidrio de colores
dispersados por las baldosas como los cristales en un
calidoscopio. Velas votivas y libros de oración yacían
tirados en pilas como juguetes abandonados al lado de trozos
de yeso pintado de dorado. Pero los cielos habían obrado su
magia: ella, Julio y sus compañeros dolientes estaban
intactos. Gradualmente su instinto de reportera bulló a la
superficie: «Llama a la televisión».
Natalie tanteó hasta
encontrar su teléfono móvil. Cerró sus ojos brevemente. «Oh,
Evie. Hasta tu funeral ha quedado eclipsado por un suceso.
Ahora tu historia no llegará al aire». Hizo un inventario
personal rápido. Su cabeza latía del dolor como si la
hubieran atacado con un mazo. Su pelo rubio se había zafado
del ordenado moño francés con el que se lo sujetaba para
salir en televisión, el polvo veteaba su traje negro y en
algún sitio había perdido una de sus zapatos negros de
tacón.
Pero pronto descubrió
que era la beneficiaria de un milagro: su teléfono móvil
funcionaba.
Natalie llamó a la mesa
de asignaciones mientras caminaba cuidadosamente con paso
vacilante hacia la puerta central, tratando de evitar
cortarse el pie descalzo con el vidrio roto. Acababa de
abrir la puerta de un tirón cuando una becaria contestó su
llamada.
—Dios mío —susurró
Natalie al teléfono, olvidándose de sí misma por un
instante, anonadada por el espectáculo al otro lado de la
avenida.
Un gran armatoste de
hormigón que antes había sido un tramo de la autopista 210
ahora yacía inclinado en un ángulo loco. Conductores
ensangrentados estaban de pie estupefactos al lado de sus
vehículos. Los coches que aún no se habían resbalado hacia
la tierra se tambaleaban sobre el hormigón deformados como
juguetes.
—Soy Natalie —empezó
ella a decir.
La becaria la
interrumpió:
—No cuelgues, te paso
con Tony Scoppio.
Natalie apretó su
mandíbula. Tony Scoppio era su director de informativos, a
quien con gusto devolvería al agujero del que había salido
arrastrándose.
Contestó al teléfono un
segundo después.
—Regresa ahora mismo,
Daniels.
—Si tienes corriente en
la estación, quiero salir en directo desde aquí. —Natalie
alzó su voz por encima de la protesta instantánea de su
jefe—. Estoy en Nuestra Señora de la Victoria, en Pasadena,
y podemos ver desde aquí que la autopista 210 se ha
colapsado en el bulevar Sierra Madre.
—De ninguna manera. Se
ha ido la electricidad, pero podemos recuperar la señal más
rápido desde el estudio que desde el exterior.
—No. No deberíamos
desperdiciar estas imágenes y somos el único equipo aquí.
Afortunadamente se
habían ido al funeral en el camión de ENG1,
el vehículo de captación electrónica de noticias, que les
permitía grabar en directo. Julio se le acercó. Sostenía un
pañuelo en la frente y, al quitárselo, quedó al descubierto
un corte profundo. Natalie le preguntó con la mirada
arqueando las cejas, pero enseguida Julio le hizo una señal
con el pulgar hacia arriba. Centró de nuevo su atención en
el teléfono, a través del que podía escuchar a Tony
preguntando a gritos a otros por la electricidad y el
generador roto.
Volvió al teléfono.
—Está bien, Daniels,
pero si no estás lista para salir en directo en cuanto
tengamos energía, lo haremos desde aquí sin ti. ¿Entendido?
Natalie se mordió la
lengua.
—Entiendo.
—Y no quiero oír ni una
palabra más de ese maldito funeral.
Colgó.
***
Tony Scoppio se recostó en su silla y
consultó su cronometro digital, que había puesto a funcionar
en el momento en que colgó el teléfono. Nueve minutos, nueve
segundos y seguía avanzando. La electricidad todavía era
intermitente, y aún no estaban en el aire.
Centró su atención en
las seis pantallas de televisión situadas al otro lado de su
escritorio, con los canales 3, 6, 8, 10, 14, y el suyo, el
Canal 12. Como director de informativos de KXLA, su
responsabilidad era vigilar a la competencia durante las
veinticuatro horas del día, todos los días, hubiera
emergencias o no. Las primeras informaciones del terremoto,
aparte de la zona colapsada de la 210 y el extenso apagón,
sostenían que el temblor apenas había causado daños a la
ciudad de Los Ángeles, tan curtida ya por los terremotos.
Pero un 6.2 en la escala Richter todavía estaba calificado
como una emergencia.
Hizo un barrido rápido.
Cuatro de sus cinco competidores estaban en directo con
reportajes sobre el terremoto. Esto significaba que lo
agruparía con las noticias televisivas eternamente sobrantes
de Los Ángeles; el Canal 14 era la única otra cadena lo
suficiente incompetente para todavía tener un letrero de
pantalla completa con las palabras. Espere por favor.
Mierda.
Tiró el mando a
distancia con disgusto y se limpió las manos en su camisa
amarilla de botones manchada. Menudo taller había heredado.
El sistema auxiliar no funcionaba y tenía un montón de
trabajadores sindicales que no sabían distinguir entre un
generador y Santa Claus. Y una reportera, que se creía una
princesa, lloriqueando por salir en directo desde la calle.
Tony deslizó su mano
impacientemente por lo que le quedaba de su pelo canoso y se
subió las gafas con cristales de media luna que tercamente
se negaban a quedarse en el caballete de su nariz. Por
supuesto, Natalie Daniels era buena. Pero no sólo le costaba
setecientos cincuenta mil dólares al año, sino que tenía un
cuerpo que había dejado de ser sexy hacía ya una década.
Bueno, con el pelo rubio y los ojos azules, quedaba bien en
la pantalla, bien para una mujer de cuarenta. Pero
eso no era suficiente en una época en la que la madurez de
una mujer en la televisión comenzaba a los treinta y cinco.
Y los espectadores preferidos, esos jóvenes con sueños
eróticos según el perfil demográfico marcado por los
publicistas, pensaban que cualquier reportera local que
hubiera vivido más de una década después de la noche de su
graduación era una buena candidata para el retiro.
Ya llevaba dos meses en
KXLA. Lo suficiente como para hacerse una composición de
lugar. Lo suficiente como para empezar a dar patadas en el
trasero.
Sus ojos lanzaron una
mirada a su propia programación al escuchar repentinamente
la sintonía palpitante del informativo KXLA. Por fin esos
payasos habían puesto a funcionar el generador. Entonces,
¿quién aparecería en la pantalla? ¿Ken desde el estudio? ¿O
la Princesa desde la calle?
Tony subió el volumen
hasta que las paredes de cristal de su despacho vibraron. En
la sala de prensa algunas cabezas se giraron, pero a él le
importaba un bledo. Él era el jefe y a él le gustaba oír las
noticias a todo volumen. Se acercó un cuaderno de notas
amarillo y colocó su bolígrafo sobre sus líneas azules
pálidas. Si la Princesa metía la pata, se daría cuenta. Y lo
recordaría. Porque él necesitaba subir su índice de
audiencia, y no había manera de conseguirlo con una diva
envejecida en su cuadro de programación.
***
En ese momento, varias millas al oeste de la
sede de la KXLA en Hollywood, Geoff Marner se mecía hacia
atrás en su silla ergonómica para mirar por los grandes
ventanales de su oficina, que ocupaban toda la pared y se
extendían desde su alfombra persa hasta el techo, a doce
pies de altura. Desde el ático de la planta 38 del
rascacielos Century City, centro neurálgico del bufete de
abogados Dewey, Climer, Fipton and Marner especializado en
derecho del entretenimiento, las ventanas ofrecían una vista
impresionante de las montañas de Santa Mónica, asándose bajo
el deslumbrante sol californiano. Largas filas de coches
serpenteaban por las calles alrededor de su oficina, llenas
de personas que pensaban que un terremoto leve era razón
suficiente para terminar antes su jornada de trabajo.
Para Geoff Marner,
aquello era insólito. Su obsesión con el trabajo anulaba el
estereotipo de que todos los australianos son unos
juerguistas holgazanes, amantes de la playa. Él amaba la
playa y las fiestas, a las que acudía semanalmente. Pero,
desde que cumplió los 21 y se despidió de Sídney, la ciudad
que él aún consideraba la más hermosa del mundo, esos no
eran los lugares donde pasaba la mayor parte de su tiempo.
Se giró para mirar
hacia la televisión al otro lado de su oficina gigantesca.
Su atención quedó cautivada por un presentador altisonante:
—Este es un reportaje
especial del informativo de KXLA. Informa Natalie Daniels.
Geoff subió sus piernas largas sobre su escritorio de caoba
y cruzó sus manos detrás de la cabeza.
De repente ella
apareció, su clienta número uno, enfrente de lo que parecía
ser una autopista. «Bien hecho, Nats. ¡Qué fondo más
estupendo!». En su cara se dibujó el tipo de sonrisa
normalmente provocada por las olas grandes y el tiempo libre
hasta que, de repente, la sonrisa se disipó. Natalie
aparecía un poco desaliñada, se veía el polvo en su traje
negro y los mechones sueltos de su peinado. Sin mencionar la
moradura de su cuello, que aparentemente ni siquiera había
intentado esconder con maquillaje.
Al momento se dio
cuenta de que ésa era Natalie Daniels. Su apariencia, sin
duda, era deliberada. Ella estaba realzando la emoción, tan
buscada tanto en las noticias como en el entretenimiento.
Pasó sus dedos por su
pelo castaño claro y escuchó su voz sobre las imágenes en
directo. La crudeza de las imágenes era genial: cámara en
mano y con las palabras en directo superpuestas en la
pantalla en llamativas letras rojas. Ni una de las palabras
pronunciadas estaba fuera de lugar, ni siquiera mientras
guiaba a los espectadores por los escombros. Él se sonrió,
aliviado por haber decidido grabar el reportaje. Un
profesional nunca sabía cuando necesitaría material fresco
para el currículo de un cliente.
Los minutos pasaron.
Natalie realizó algunas entrevistas a los transeúntes. «Es
muy buena improvisando las palabras —pensó él por milésima
vez—. Diablos, sería buena incluso si estuviera leyendo de
un teleprompter». Los agentes se morían por clientes
como ella. Él se sonrió de nuevo. «Esa es mi niña».
***
—Si acaba de unirse a
nosotros, a las 14:25 horas los sismólogos han registrado un
terremoto de nivel 6.2 con el epicentro en Paramount, 12
millas al sur del centro de Los Ángeles.
Natalie repitió lo que
sabía, que no era mucho. Habían transcurrido cinco minutos
desde que comenzó su emisión en directo y, hasta ahora,
había repetido la información básica recogida de los
teletipos de las agencias de noticias. También había hecho
unas cuantas entrevistas rápidas e informales con
conductores asustados que estaban en la autopista cuando se
desplomó.
Pero era bueno. Nada en
las noticias de televisión resultaba más atractivo que la
suma de buenas imágenes y emociones fuertes; y ella tenía
ambas.
—El colapso aquí parece
ser el único daño sufrido en la región del sur —informó.
De refilón podía ver la
pantalla montada por Julio y sintonizada con la KXLA. En ese
momento, mostraba un mapa gráfico del área en vez de a ella,
lo que significaba que podía permitirse el lujo de leer sus
notas.
—Ve a Kelly, en Santa
Mónica —oyó que le ordenaba la voz del director técnico a
través de su auricular—. Tony quiere que introduzcas a
Kelly. Ahora.
Sus labios seguían
moviéndose pero su mente funcionaba a toda velocidad. «¿A
Kelly en Santa Mónica? ¿Por qué querrá ir Scoppio para allá?
¿Hay algún daño del que no me he enterado?».
Terminó su frase, luego
hizo una suave transición para pasar la conexión.
—Para una perspectiva
diferente, ahora vamos con Kelly Devlin a Santa Mónica.
Kelly ¿qué ves desde tu posición estratégica?
En el monitor vio
aparecer a Kelly, la imagen personificada de la gloria con
su cara fresca y vestida con una chaqueta de aviador que le
daba un aspecto de mujer herida en el campo de batalla, pero
muy a la moda. Kelly empezó a hablar gesticulando
animadamente y entonces se acercó a alguien para
entrevistarle. Se quedó muy cerca de él para poder aparecer
por completo en la pantalla.
Natalie levantó los
ojos al cielo. «Es la entrevista lo que quieren ver, no a
ti», pensó. Y entonces se obligó a mirar sus notas,
garabateadas en un delgado cuaderno de reportero con
espiral. Un minuto después alzó sus ojos de nuevo hasta el
monitor. Kelly con sus ojos oscuros y labios carnosos seguía
parloteando parada enfrente de un supermercado. Pero, ¿qué
daños? ¿Algunos botes de salsa de tomate caídos de las
estanterías?
Natalie frunció el ceño
y colocó su mano precavidamente sobre su micrófono, aunque
sabía que no estaba encendido.
—Allí no está pasando
nada —susurró a Julio—, ¿tenemos línea con el Instituto de
Tecnología de California?
Él asintió con la
cabeza. Parecía dolorido; la herida de la frente se había
oscurecido y había pasado del rojo al morado.
Transcurrieron otros
treinta segundos. Natalie echó otra mirada al monitor. Kelly
todavía estaba parloteando en primer plano; la cámara la
enfocaba sólo a ella.
«Es culpa mía —pensó
irritada—. Fui yo quien le enseñó que lo más importante es
la cantidad de tiempo que estás en el aire».
Sin duda, así eran las
reglas del juego. Cuanto más tiempo pasaba alguien con
talento en el aire, más fácil era que se le reconociese. Más
subía su estrella. Más dinero ganaba. Y, en consecuencia,
aún más tiempo conseguía en la pantalla y el feliz ciclo se
perpetuaba.
Otro medio minuto.
Kelly arrugaba sus cejas con preocupación, su pelo castaño
en tono chocolate ondeaba suavemente desde la frente hacia
atrás por la brisa. ¿Quién dijo que tenía el mejor pelo de
los informativos de televisión? Martin.
Martin. Natalie no se
había permitido pensar en él, pero ahora su imagen volvió a
la superficie de su mente igual que emerge un salvavidas en
el agua. «Me pregunto si estará mirando».
Despertó de sus
pensamientos. «Si lo está haciendo, está mirando a Kelly».
Sabiendo que el director técnico podía verla miró a la
cámara significativamente e hizo gestos para que le
encendieran el micrófono.
Nada.
Frunció el ceño e hizo
más ademanes. Pero lo próximo que escuchó no fue el leve
zumbido de su propio micrófono, si no la voz del director
técnico.
—Tony quiere que nos
quedemos con Kelly.
Natalie meneó su cabeza
vigorosamente, formando la palabra no con sus labios.
¡Deberían seguir con el Instituto de Tecnología! ¡Aquello
era ridículo! ¿Por qué tenían que obligar a los espectadores
a tragarse un reportaje desde un sitio sin daños?
Medio minuto después
ella oyó un leve zumbido y supo que por fin le habían
encendido su micrófono.
—Gracias, Kelly
—interrumpió con tono autoritario sin esperar una pausa en
la charla. Notó con satisfacción como las cejas
perfectamente arqueadas de Kelly se alzaban con sorpresa,
mientras dejaba de hablar a mitad de una frase. Un momento
después Natalie había reemplazado a Kelly en la pantalla.
«¡Qué bueno!». Hizo un
breve resumen, lista para pasar la conexión a los sismólogos
que esperaban en el Instituto de Tecnología de California.
—Termina —ordenó el
director en su oído—. Tony te quiere fuera. Todo lo nuevo
que salga a las diez, bla, bla, bla… Ya sabes la canción.
«¿Qué?». Natalie
luchaba por no perder el hilo de sus pensamientos.
—Ahora —espetó el
director—. Diez segundos.
Sintió una sobrecarga
de frustración. Pero no había manera de pelear contra el
edicto, así que cambió el chip e inició una despedida:
—Por favor acompáñenos
a Ken Oro y a mí esta noche a las diez en Las Noticias de
Horario Central de KXLA —Julio tenía cinco dedos hacia
arriba—, con lo último sobre el terremoto y otras noticias.
Tres dedos.
—Gracias por estar con
nosotros.
Se quedó mirando hacia
la cámara hasta que la voz del director, ahora con un tono
más calmado, llegó a su oído:
—Excelente Natalie,
como siempre. Pero regresa lo antes posible. Tony te quiere
ver en su oficina.
Julio se sonrió. Había
escuchado la misma orden sobre su casco con auriculares.
—Probablemente quiere
ser el primero en felicitarte.
Natalie se sacó su
auricular. Seguro.
***
Kelly Devlin se quedó mirando a su cámara
canoso empujando hacia afuera su labio inferior en señal de
desagrado. ¿Por qué los de asignaciones siempre la enviaban
a grabar con un anciano? Era tan viejo que le resultaba
milagroso conseguir siquiera un fotograma decente de él.
—Por última vez, Harry
—dijo su nombre con desprecio—, vamos a usar el salpicadero
en la próxima grabación en directo.
Ella señaló al Honda
Civic que todavía se encontraba empotrado en un poste de
luz. Se acababan de llevar al chofer en ambulancia.
—Es un maldito golpe
maestro haberlo encontrado. Es la única cosa en Santa Mónica
que tiene algo de sangre. ¿Por qué tienes miedo? —se burló
de él—. ¿Prefieres quedarte en la tienda y grabar botellas
rotas?
Harry se limitó a mirar
al suelo fijamente y negó con la cabeza. Parecía estar
harto. Bueno, ella también lo estaba.
Kelly abandonó a su
cámara y cruzó enfadada el bulevar Pico hacia el camión ENG,
con su torre elevada. «Olvídate de Harry —se ordenó a sí
misma—. Preocúpate de algo que sea importante, como
retocarte el maquillaje antes de la próxima grabación en
directo».
Tenía que estar
perfecta. Lo que todo el mundo decía acerca de las noticias
de la televisión era cierto: si hay sangre, sale adelante. Y
aquella noche, ella saldría adelante en Las Noticias de
Horario Central de KXLA. Había sido muy hábil al
encontrar un idiota que había chocado su coche contra un
poste de luz cuando ocurrió el terremoto.
Tirando de su minifalda
de lycra de apenas dos palmos, Kelly subió al camión
por la puerta corredera que estaba abierta y se sentó en el
extremo de una de las sillas giratorias cubiertas de cuero
artificial. Dos de ellas estaban colocadas frente al panel
de mandos y monitores. Sacó una bolsa de maquillaje de su
bolso y vació su contenido sobre la otra silla. Rápidamente,
comenzó la rutina, perfeccionada por la práctica en sus dos
años como reportera: corrector para cualquier imperfección
(casi nunca), base para unificar el tono de su piel
(aceitunada), polvo para controlar el brillo (el único
calvario de belleza que tenía que soportar), sombra de ojos
en tres tonos de marrón (oscuro en las esquinas exteriores
para conseguir un efecto teatral), lápiz de ojos (grueso),
rímel (más grueso aún), perfilador labial, pintalabios
(oscuro y mate) y colorete para resaltar sus pómulos
(altos).
Ahora, el pelo. Kelly
abrió las piernas, echó la cabeza hacia abajo y la colocó
entre sus rodillas, cepillando desde la nuca su cabello
moreno y grueso que le cortaban cada cuatro semanas por
setenta dólares. Cada quince días, ella misma recortaba su
flequillo para mantenerlo siempre lo más sexy posible (justo
por encima de sus cejas). Por lo menos, eso era lo que le
había dicho un fotógrafo cuando posó para la edición
«Universitarias de California» de Playboy. Parece que
el fotógrafo tenía razón porque ella fue la única chica a la
que se dedicó una página entera. Kelly se echó spray fijador
y levantó rápidamente la cabeza. Cuando su último novio
había visto esa maniobra, le había dicho que parecía una
chica de un anuncio.
«¿De anuncio? Por
favor…». Kelly resopló y sostuvo el espejo de su polvera
cerca de su cara. Lo que ella parecía era una presentadora
del informativo principal.
***
—¿Por qué interrumpiste
a Kelly? —le preguntó con insistencia Tony.
Haciendo un esfuerzo
por no quedarse boquiabierta, Natalie estaba de pie enfrente
del escritorio de su director de informativos, y le
escuchaba lanzarle la pregunta como si fuera una acusación.
Se había esforzado mucho para presentar un directo
brillante, ¿y qué hacía Tony Scoppio?, ¿le pedía
explicaciones por haber interrumpido a una reportera novata?
—Kelly estaba en Santa
Mónica. —Natalie mantenía su tono equilibrado, razonable—.
Estaba a muchas millas de distancia de la acción. Nosotros,
en cambio, estábamos enfrente de una carretera derrumbada.
Nosotros…
—Había mucho que ver en
Santa Mónica.
—Ventanas rotas y botes
que se habían caído de las estanterías de algunos
supermercados.
—Accidentes de tráfico
—replicó Tony—. Paredes derrumbadas.
—Un accidente de
tráfico. Una pared derrumbada.
—No sé para quien
trabajabas antes, pero déjame decirte cómo hago yo las
cosas. —Tony se apuntaba a sí mismo con el pulgar—. Yo
decido quién aparece en el aire y durante cuánto tiempo. Yo
decido. No los productores, ni los directores. —Se detuvo—,
y por supuesto tampoco las estrellitas del momento.
Natalie frunció el ceño
y miró a Tony, sentado detrás de su escritorio como si fuera
el Buda de los directores de informativos sentado en su
trono. Cualquier otra persona la aplaudiría, pero él la
atacaba, utilizando un pretexto tan débil como la hoja de un
guión.
—Me gustaría recordarte
que, gracias a mí, fuimos los primeros en sacar en directo
imágenes de…
—¡Fuimos la última
estación en devolver la emisión!
—Eso es un asunto
técnico que tú no has arreglado. —Este tipo la sacaba de
quicio más que ningún otro director de informativos que
hubiese conocido—. Francamente, no entiendo esto. No se así
como se dirigía la sala de redacción. Tú…
La interrumpió:
—Tienes razón, Daniels.
Ella lo miró en
silencio durante unos instantes.
—De la forma en la que
antes se dirigía esta redacción —continuó él—, se perdía
dinero. Y los índices de audiencia bajaban. Pero, ya no.
Este es un mundo nuevo y debes adaptarte. Si no, te diré una
cosa.
Detuvo su discurso y
ella esperó. No podía ni imaginar lo que vino a
continuación.
—Te quitaré del
programa.
—Pero, vamos —se mofó
de él—. Kelly estaba haciendo un monólogo sobre una cosa que
no era relevante. Yo tomé una decisión, que era el momento
de…
—No te tocaba a ti
tomar esa decisión.
—Como presentadora, es
mi trabajo tomar decisiones editoriales.
—No. Como presentadora,
tu trabajo es escuchar mis decisiones editoriales.
Ella levantó sus brazos
en señal de exasperación.
—Tony, no soy una
portavoz sin cerebro cuando estoy en la calle. Claro que
tengo que tomar decisiones sobre lo que es noticia y lo que
no, particularmente en noticias de última…
—¿Se te ha pasado
alguna vez por la cabeza que puede que tu criterio ya no sea
lo que era? —Él levantó sus cejas—. Quizás estás desfasada.
Quizás ya no eres tan dura después de pasar tantos años
detrás de tu mesa de presentadora.
—Esa es la cosa más
absurda que he escuchado. —Natalie intentó hablar como si no
le importara, pero le parecía que la tierra se movía de
nuevo debajo de sus pies. Trató de mantener el control y se
centró en el patrón de la alfombra de resistencia
industrial. Era del color de la pantalla de un televisor
cuando pierde la señal.
—Supongo que éste es un
buen momento para decírtelo. —Tony se detuvo y algo cambió
en el aire estancado de la oficina—. A partir de ahora, no
me planteo renovar tu contrato.
Natalie se sintió como
si un camión se hubiera desviado, entrado en su carril y
chocado de frente contra ella. «¿Me quiere despedir?». Tuvo
que obligarse a no apoyarse en un asiento.
—Los índices de
audiencia no son lo que deben ser —continuó con un tono tan
ligero que podría haber estado hablando del tiempo—. ¿Has
visto los números con lo que se ha cerrado mayo?
Natalie lo vio como a
través de una neblina abrir de golpe una carpeta de color
manila. «Qué casualidad que la tuviese tan cerca», pensó
aturdida. Él arrojó en su dirección una hoja de papel con el
sello de Nielsen y con esas columnas gráficas que no
mienten. Pero ella no le prestó atención.
—Claro que los he visto
—logró decir—. Pero el declive tiene más que ver con las
historias que estás poniendo en el aire y menos con la forma
en que yo presento.
—¡Qué interesante,
Daniels!
Él abrió entonces otra
carpeta que estaba encima de otra pila.
—Cuando yo era director
de noticias en KBIT en Dallas, antes de venir aquí, las
historias que ponía en el aire nos llevaron al primer lugar.
—Le mostró una tabla y sonrió de oreja a oreja—. ¿Quieres
intentar otra explicación?
Su mente galopaba.
Había muchas razones por las que los índices de audiencia
bajaban. Los índices siempre se movían como olas del mar.
Ningún programa de noticias permanecía en el primer lugar
para siempre.
—Yo estoy igual de
frustrada que tú con los números —admitió—. Pero fíjate bien
en lo que te voy a decir: los números subirán de nuevo con
la cobertura del terremoto.
—Bueno —ahora su tono
tenía aires de desdén.
Natalie miraba mientras
que el hombre que tenía su futuro en sus manos cerraba
bruscamente su pila de carpetas de color manila.
—Vamos a ver lo que
sucede con los números, Daniels. —Le sonrió—. Vamos a ver.