CAPÍTULO UNO

Lunes, 17 de junio, 2:19 PM

Natalie Daniels estaba de pie en la parte de atrás de la iglesia católica de Nuestra Señora de la Victoria, alejada de los demás dolientes, con un húmedo pañuelo de papel apretado en su mano. La brillante luz solar entraba a chorros, atravesando las vidrieras de lo alto de la iglesia, y moteaba los lirios blancos del ataúd de Evie con colores iridiscentes. A su lado en la nave callada, Natalie podía oír el suave zumbido de la cinta de video dando vueltas mientras su cámara grababa el panegírico fúnebre para la posteridad y para la edición de esa noche de Las Noticias de Horario Central de KXLA.

—Todos conocíamos a Evelyn, una mujer que se agarraba a la vida con las dos manos —dijo el anciano sacerdote—, ya estuviese ganando competiciones de baile de salón o asando a políticos en el periódico El Águila de Downey.

La concurrencia soltó una risita aprobando la descripción, pero Natalie meneó la cabeza llena de amargura. Evie tuvo que escribir para El Águila, con una tirada de apenas treinta mil ejemplares, porque la despidieron de KXLA.

—Evelyn rompía todas las reglas —continuó el sacerdote—, y no sólo cuando jugaba al bridge, al golf o al tenis.

La risa de los dolientes se hizo más audible.

—Rompió las reglas cuando se convirtió en la primera mujer reportera en las emisoras de Los Ángeles. Rompió las reglas cuando usó el aseo de caballeros porque la estación en donde trabajaba no tenía baño para mujeres. Y rompió las reglas cuando, durante dos décadas, ganó un sinfín de premios Emmy y logró poner su equipo de informativos en el mapa.

«¡Y aun con todo eso, todavía he tenido que pelear para traer una cámara!». Natalie meneó la cabeza con incredulidad; lágrimas de enojo ardían en sus ojos. Evie hizo tanto por KXLA y ¿qué hizo la estación por ella? Despedirla cuando cumplió los cuarenta y cinco e ignorar su muerte doce años después. Natalie prácticamente había tenido que secuestrar al cámara para poder cubrir su funeral.

—Evelyn también se burló de la muerte. Fuimos amigos durante cuarenta años, pero no compartió su carga hasta que no pudo esconder más los estragos del cáncer. Estoy lleno de admiración por ella —la voz del sacerdote se atragantó—. Nuestra Evelyn Parker fue una mujer genial. Y ahora descansa con Dios. Oremos.

Comenzó a pronunciar una oración melódica y Natalie dejó que su mente divagara. ¿Cómo era posible que Evie se hubiera ido? Mentora, amiga y fuente de ánimo implacable. Había sido la persona responsable del lanzamiento de Natalie como reportera, la persona que le enseñó todos los pormenores de las noticias televisivas. Natalie luchó por contener el sollozo que emergía en su garganta, su obligación de mantener la compostura profesional combatía contra su dolor. «Nunca se lo agradecí lo suficiente. Y ahora es demasiado tarde».

Con monaguillos a cada lado, el sacerdote se acercó al ataúd, que estaba flanqueado por arreglos florales. Roció el féretro con agua bendita, mientras seguía orando con una voz baja y monótona. Dio la sensación de que el aire cálido, cargado de incienso, se hacía más espeso.

Natalie escuchó un estruendo en la distancia. Ladeó su cabeza, perpleja. ¿Una tormenta eléctrica? ¿En Los Ángeles? ¿En junio?

El ruido se intensificó y se acercó. Natalie sintió la tierra sacudirse debajo de las baldosas de la iglesia. Uno de los arreglos florales se tambaleó como un marinero borracho, y luego se cayó resonando al suelo. Sin pensarlo Natalie se llevó la mano a la garganta. «No. No puede ser. No ahora».

Su cámara, Julio, se giró hacia ella con los ojos oscuros bien abiertos. Ambos articularon con sus labios la palabra temida. ¡Terremoto! Al instante, el suelo se movió con tanta fuerza que lanzó a Natalie al suelo. Cayó de rodillas, impotente y no pudo evitar darse en la cabeza con uno de los bancos de la iglesia. Mientras el dolor rebotaba en su cráneo, era consciente de que había personas gritando y de que Julio, a su lado también de rodillas, luchaba por seguir grabando.

¡Y el ruido! Ensordecedor, como un tren retumbando en su cerebro, o un avión 747 despegando justo sobre ella.

Los segundos pasaban, y la ola sobrenatural creció en intensidad. De repente, la tierra dio un bandazo particularmente feo. Unos veinte metros por encima de ellos la mampostería del abovedado de la iglesia gimió. Entonces una vidriera estalló con el sonido de un tiro de escopeta. Fragmentos de vidrio multicolor rociaron la congregación como un confeti mortífero, los gritos alrededor de Natalie se volvieron frenéticos y animales.

Gateó por debajo del banco, encogiendo su cuerpo para formar una pequeñísima pelota. La imagen de los ojos oscuros de un hombre le vino a la mente. «¿Dónde estará Martin ahora? Oh, Dios, espero que esté en un lugar seguro».

La visión desapareció con la siguiente onda sísmica. Toda la iglesia fue sacudida por un espasmo apocalíptico de ruido y movimiento. Velas votivas rodaban con locura por las baldosas, el olor empalagoso de cera de abeja e incienso se mezclaba con el olor acre del polvo. Lo único que Natalie podía hacer era agarrarse al suelo tembloroso. Su cabeza seguía golpeándose repetidas veces contra el banco, y el dolor la entumecía.

Entonces, tan repentinamente como comenzó, el temblor se paró.

Por un momento, quedó inmóvil, demasiado aturdida como para hacer cualquier cosa que no fuese mantenerse agachada. Los segundos pasaron. A su alrededor ella podía oír a la gente poniéndose de pie torpemente y al sacerdote apelando a la calma a gritos. Lentamente empezó a creer que ciertamente, por lo menos por el momento, la tierra se había asentado en su lugar a regañadientes.

Natalie se incorporó por completo, esforzándose por pensar a pesar de los latidos de dolor en su cabeza. La iglesia había recibido un tremendo golpe. Ahora la luz del sol entraba en ángulo por los tres agujeros enormes que se habían abierto en lo alto de la nave, iluminando los fragmentos de vidrio de colores dispersados por las baldosas como los cristales en un calidoscopio. Velas votivas y libros de oración yacían tirados en pilas como juguetes abandonados al lado de trozos de yeso pintado de dorado. Pero los cielos habían obrado su magia: ella, Julio y sus compañeros dolientes estaban intactos. Gradualmente su instinto de reportera bulló a la superficie: «Llama a la televisión».

Natalie tanteó hasta encontrar su teléfono móvil. Cerró sus ojos brevemente. «Oh, Evie. Hasta tu funeral ha quedado eclipsado por un suceso. Ahora tu historia no llegará al aire». Hizo un inventario personal rápido. Su cabeza latía del dolor como si la hubieran atacado con un mazo. Su pelo rubio se había zafado del ordenado moño francés con el que se lo sujetaba para salir en televisión, el polvo veteaba su traje negro y en algún sitio había perdido una de sus zapatos negros de tacón.

Pero pronto descubrió que era la beneficiaria de un milagro: su teléfono móvil funcionaba.

Natalie llamó a la mesa de asignaciones mientras caminaba cuidadosamente con paso vacilante hacia la puerta central, tratando de evitar cortarse el pie descalzo con el vidrio roto. Acababa de abrir la puerta de un tirón cuando una becaria contestó su llamada.

—Dios mío —susurró Natalie al teléfono, olvidándose de sí misma por un instante, anonadada por el espectáculo al otro lado de la avenida.

Un gran armatoste de hormigón que antes había sido un tramo de la autopista 210 ahora yacía inclinado en un ángulo loco. Conductores ensangrentados estaban de pie estupefactos al lado de sus vehículos. Los coches que aún no se habían resbalado hacia la tierra se tambaleaban sobre el hormigón deformados como juguetes.

 —Soy Natalie —empezó ella a decir.

La becaria la interrumpió:

—No cuelgues, te paso con Tony Scoppio.

Natalie apretó su mandíbula. Tony Scoppio era su director de informativos, a quien con gusto devolvería al agujero del que había salido arrastrándose.

Contestó al teléfono un segundo después.

—Regresa ahora mismo, Daniels.

—Si tienes corriente en la estación, quiero salir en directo desde aquí. —Natalie alzó su voz por encima de la protesta instantánea de su jefe—. Estoy en Nuestra Señora de la Victoria, en Pasadena, y podemos ver desde aquí que la autopista 210 se ha colapsado en el bulevar Sierra Madre.

—De ninguna manera. Se ha ido la electricidad, pero podemos recuperar la señal más rápido desde el estudio que desde el exterior.

—No. No deberíamos desperdiciar estas imágenes y somos el único equipo aquí.

Afortunadamente se habían ido al funeral en el camión de ENG1, el vehículo de captación electrónica de noticias, que les permitía grabar en directo. Julio se le acercó. Sostenía un pañuelo en la frente y, al quitárselo, quedó al descubierto un corte profundo. Natalie le preguntó con la mirada arqueando las cejas, pero enseguida Julio le hizo una señal con el pulgar hacia arriba. Centró de nuevo su atención en el teléfono, a través del que podía escuchar a Tony preguntando a gritos a otros por la electricidad y el generador roto.

Volvió al teléfono.

—Está bien, Daniels, pero si no estás lista para salir en directo en cuanto tengamos energía, lo haremos desde aquí sin ti. ¿Entendido?

Natalie se mordió la lengua.

—Entiendo.

—Y no quiero oír ni una palabra más de ese maldito funeral.

Colgó.

***

Tony Scoppio se recostó en su silla y consultó su cronometro digital, que había puesto a funcionar en el momento en que colgó el teléfono. Nueve minutos, nueve segundos y seguía avanzando. La electricidad todavía era intermitente, y aún no estaban en el aire.

Centró su atención en las seis pantallas de televisión situadas al otro lado de su escritorio, con los canales 3, 6, 8, 10, 14, y el suyo, el Canal 12. Como director de informativos de KXLA, su responsabilidad era vigilar a la competencia durante las veinticuatro horas del día, todos los días, hubiera emergencias o no. Las primeras informaciones del terremoto, aparte de la zona colapsada de la 210 y el extenso apagón, sostenían que el temblor apenas había causado daños a la ciudad de Los Ángeles, tan curtida ya por los terremotos. Pero un 6.2 en la escala Richter todavía estaba calificado como una emergencia.

Hizo un barrido rápido. Cuatro de sus cinco competidores estaban en directo con reportajes sobre el terremoto. Esto significaba que lo agruparía con las noticias televisivas eternamente sobrantes de Los Ángeles; el Canal 14 era la única otra cadena lo suficiente incompetente para todavía tener un letrero de pantalla completa con las palabras. Espere por favor.

Mierda.

Tiró el mando a distancia con disgusto y se limpió las manos en su camisa amarilla de botones manchada. Menudo taller había heredado. El sistema auxiliar no funcionaba y tenía un montón de trabajadores sindicales que no sabían distinguir entre un generador y Santa Claus. Y una reportera, que se creía una princesa, lloriqueando por salir en directo desde la calle.

Tony deslizó su mano impacientemente por lo que le quedaba de su pelo canoso y se subió las gafas con cristales de media luna que tercamente se negaban a quedarse en el caballete de su nariz. Por supuesto, Natalie Daniels era buena. Pero no sólo le costaba setecientos cincuenta mil dólares al año, sino que tenía un cuerpo que había dejado de ser sexy hacía ya una década. Bueno, con el pelo rubio y los ojos azules, quedaba bien en la pantalla, bien para una mujer de cuarenta. Pero eso no era suficiente en una época en la que la madurez de una mujer en la televisión comenzaba a los treinta y cinco. Y los espectadores preferidos, esos jóvenes con sueños eróticos según el perfil demográfico marcado por los publicistas, pensaban que cualquier reportera local que hubiera vivido más de una década después de la noche de su graduación era una buena candidata para el retiro.

Ya llevaba dos meses en KXLA. Lo suficiente como para hacerse una composición de lugar. Lo suficiente como para empezar a dar patadas en el trasero.

Sus ojos lanzaron una mirada a su propia programación al escuchar repentinamente la sintonía palpitante del informativo KXLA. Por fin esos payasos habían puesto a funcionar el generador. Entonces, ¿quién aparecería en la pantalla? ¿Ken desde el estudio? ¿O la Princesa desde la calle?

Tony subió el volumen hasta que las paredes de cristal de su despacho vibraron. En la sala de prensa algunas cabezas se giraron, pero a él le importaba un bledo. Él era el jefe y a él le gustaba oír las noticias a todo volumen. Se acercó un cuaderno de notas amarillo y colocó su bolígrafo sobre sus líneas azules pálidas. Si la Princesa metía la pata, se daría cuenta. Y lo recordaría. Porque él necesitaba subir su índice de audiencia, y no había manera de conseguirlo con una diva envejecida en su cuadro de programación.

***

En ese momento, varias millas al oeste de la sede de la KXLA en Hollywood, Geoff Marner se mecía hacia atrás en su silla ergonómica para mirar por los grandes ventanales de su oficina, que ocupaban toda la pared y se extendían desde su alfombra persa hasta el techo, a doce pies de altura. Desde el ático de la planta 38 del rascacielos Century City, centro neurálgico del bufete de abogados Dewey, Climer, Fipton and Marner especializado en derecho del entretenimiento, las ventanas ofrecían una vista impresionante de las montañas de Santa Mónica, asándose bajo el deslumbrante sol californiano. Largas filas de coches serpenteaban por las calles alrededor de su oficina, llenas de personas que pensaban que un terremoto leve era razón suficiente para terminar antes su jornada de trabajo.

Para Geoff Marner, aquello era insólito. Su obsesión con el trabajo anulaba el estereotipo de que todos los australianos son unos juerguistas holgazanes, amantes de la playa. Él amaba la playa y las fiestas, a las que acudía semanalmente. Pero, desde que cumplió los 21 y se despidió de Sídney, la ciudad que él aún consideraba la más hermosa del mundo, esos no eran los lugares donde pasaba la mayor parte de su tiempo.

Se giró para mirar hacia la televisión al otro lado de su oficina gigantesca. Su atención quedó cautivada por un presentador altisonante:

—Este es un reportaje especial del informativo de KXLA. Informa Natalie Daniels.
Geoff subió sus piernas largas sobre su escritorio de caoba y cruzó sus manos detrás de la cabeza.

De repente ella apareció, su clienta número uno, enfrente de lo que parecía ser una autopista. «Bien hecho, Nats. ¡Qué fondo más estupendo!». En su cara se dibujó el tipo de sonrisa normalmente provocada por las olas grandes y el tiempo libre hasta que, de repente, la sonrisa se disipó. Natalie aparecía un poco desaliñada, se veía el polvo en su traje negro y los mechones sueltos de su peinado. Sin mencionar la moradura de su cuello, que aparentemente ni siquiera había intentado esconder con maquillaje.

Al momento se dio cuenta de que ésa era Natalie Daniels. Su apariencia, sin duda, era deliberada. Ella estaba realzando la emoción, tan buscada tanto en las noticias como en el entretenimiento.

Pasó sus dedos por su pelo castaño claro y escuchó su voz sobre las imágenes en directo. La crudeza de las imágenes era genial: cámara en mano y con las palabras en directo superpuestas en la pantalla en llamativas letras rojas. Ni una de las palabras pronunciadas estaba fuera de lugar, ni siquiera mientras guiaba a los espectadores por los escombros. Él se sonrió, aliviado por haber decidido grabar el reportaje. Un profesional nunca sabía cuando necesitaría material fresco para el currículo de un cliente.

Los minutos pasaron. Natalie realizó algunas entrevistas a los transeúntes. «Es muy buena improvisando las palabras —pensó él por milésima vez—. Diablos, sería buena incluso si estuviera leyendo de un teleprompter». Los agentes se morían por clientes como ella. Él se sonrió de nuevo. «Esa es mi niña».

***

—Si acaba de unirse a nosotros, a las 14:25 horas los sismólogos han registrado un terremoto de nivel 6.2 con el epicentro en Paramount, 12 millas al sur del centro de Los Ángeles.

Natalie repitió lo que sabía, que no era mucho. Habían transcurrido cinco minutos desde que comenzó su emisión en directo y, hasta ahora, había repetido la información básica recogida de los teletipos de las agencias de noticias. También había hecho unas cuantas entrevistas rápidas e informales con conductores asustados que estaban en la autopista cuando se desplomó.

Pero era bueno. Nada en las noticias de televisión resultaba más atractivo que la suma de buenas imágenes y emociones fuertes; y ella tenía ambas.

—El colapso aquí parece ser el único daño sufrido en la región del sur —informó.

De refilón podía ver la pantalla montada por Julio y sintonizada con la KXLA. En ese momento, mostraba un mapa gráfico del área en vez de a ella, lo que significaba que podía permitirse el lujo de leer sus notas.

—Ve a Kelly, en Santa Mónica —oyó que le ordenaba la voz del director técnico a través de su auricular­—. Tony quiere que introduzcas a Kelly. Ahora.

Sus labios seguían moviéndose pero su mente funcionaba a toda velocidad. «¿A Kelly en Santa Mónica? ¿Por qué querrá ir Scoppio para allá? ¿Hay algún daño del que no me he enterado?».

Terminó su frase, luego hizo una suave transición para pasar la conexión.

—Para una perspectiva diferente, ahora vamos con Kelly Devlin a Santa Mónica. Kelly ¿qué ves desde tu posición estratégica?

En el monitor vio aparecer a Kelly, la imagen personificada de la gloria con su cara fresca y vestida con una chaqueta de aviador que le daba un aspecto de mujer herida en el campo de batalla, pero muy a la moda. Kelly empezó a hablar gesticulando animadamente y entonces se acercó a alguien para entrevistarle. Se quedó muy cerca de él para poder aparecer por completo en la pantalla.

Natalie levantó los ojos al cielo. «Es la entrevista lo que quieren ver, no a ti», pensó. Y entonces se obligó a mirar sus notas, garabateadas en un delgado cuaderno de reportero con espiral. Un minuto después alzó sus ojos de nuevo hasta el monitor. Kelly con sus ojos oscuros y labios carnosos seguía parloteando parada enfrente de un supermercado. Pero, ¿qué daños? ¿Algunos botes de salsa de tomate caídos de las estanterías?

Natalie frunció el ceño y colocó su mano precavidamente sobre su micrófono, aunque sabía que no estaba encendido.

—Allí no está pasando nada —susurró a Julio—, ¿tenemos línea con el Instituto de Tecnología de California?

 Él asintió con la cabeza. Parecía dolorido; la herida de la frente se había oscurecido y había pasado del rojo al morado.

Transcurrieron otros treinta segundos. Natalie echó otra mirada al monitor. Kelly todavía estaba parloteando en primer plano; la cámara la enfocaba sólo a ella.

«Es culpa mía —pensó irritada—. Fui yo quien le enseñó que lo más importante es la cantidad de tiempo que estás en el aire».

Sin duda, así eran las reglas del juego. Cuanto más tiempo pasaba alguien con talento en el aire, más fácil era que se le reconociese. Más subía su estrella. Más dinero ganaba. Y, en consecuencia, aún más tiempo conseguía en la pantalla y el feliz ciclo se perpetuaba.

Otro medio minuto. Kelly arrugaba sus cejas con preocupación, su pelo castaño en tono chocolate ondeaba suavemente desde la frente hacia atrás por la brisa. ¿Quién dijo que tenía el mejor pelo de los informativos de televisión? Martin.

Martin. Natalie no se había permitido pensar en él, pero ahora su imagen volvió a la superficie de su mente igual que emerge un salvavidas en el agua. «Me pregunto si estará mirando».

Despertó de sus pensamientos. «Si lo está haciendo, está mirando a Kelly». Sabiendo que el director técnico podía verla miró a la cámara significativamente e hizo gestos para que le encendieran el micrófono.

Nada.

Frunció el ceño e hizo más ademanes. Pero lo próximo que escuchó no fue el leve zumbido de su propio micrófono, si no la voz del director técnico.

—Tony quiere que nos quedemos con Kelly.

Natalie meneó su cabeza vigorosamente, formando la palabra no con sus labios. ¡Deberían seguir con el Instituto de Tecnología! ¡Aquello era ridículo! ¿Por qué tenían que obligar a los espectadores a tragarse un reportaje desde un sitio sin daños?

Medio minuto después ella oyó un leve zumbido y supo que por fin le habían encendido su micrófono.

—Gracias, Kelly —interrumpió con tono autoritario sin esperar una pausa en la charla. Notó con satisfacción como las cejas perfectamente arqueadas de Kelly se alzaban con sorpresa, mientras dejaba de hablar a mitad de una frase. Un momento después Natalie había reemplazado a Kelly en la pantalla.

«¡Qué bueno!». Hizo un breve resumen, lista para pasar la conexión a los sismólogos que esperaban en el Instituto de Tecnología de California.

—Termina —ordenó el director en su oído­—. Tony te quiere fuera. Todo lo nuevo que salga a las diez, bla, bla, bla… Ya sabes la canción.

«¿Qué?». Natalie luchaba por no perder el hilo de sus pensamientos.

—Ahora —espetó el director­—. Diez segundos.

Sintió una sobrecarga de frustración. Pero no había manera de pelear contra el edicto, así que cambió el chip e inició una despedida:

—Por favor acompáñenos a Ken Oro y a mí esta noche a las diez en Las Noticias de Horario Central de KXLA —Julio tenía cinco dedos hacia arriba—, con lo último sobre el terremoto y otras noticias.

Tres dedos.

—Gracias por estar con nosotros.

Se quedó mirando hacia la cámara hasta que la voz del director, ahora con un tono más calmado, llegó a su oído:

—Excelente Natalie, como siempre. Pero regresa lo antes posible. Tony te quiere ver en su oficina.

Julio se sonrió. Había escuchado la misma orden sobre su casco con auriculares.

—Probablemente quiere ser el primero en felicitarte.

Natalie se sacó su auricular. Seguro.

***

Kelly Devlin se quedó mirando a su cámara canoso empujando hacia afuera su labio inferior en señal de desagrado. ¿Por qué los de asignaciones siempre la enviaban a grabar con un anciano? Era tan viejo que le resultaba milagroso conseguir siquiera un fotograma decente de él.

—Por última vez, Harry —dijo su nombre con desprecio—, vamos a usar el salpicadero en la próxima grabación en directo.

Ella señaló al Honda Civic que todavía se encontraba empotrado en un poste de luz. Se acababan de llevar al chofer en ambulancia.

—Es un maldito golpe maestro haberlo encontrado. Es la única cosa en Santa Mónica que tiene algo de sangre. ¿Por qué tienes miedo? —se burló de él—. ¿Prefieres quedarte en la tienda y grabar botellas rotas?

Harry se limitó a mirar al suelo fijamente y negó con la cabeza. Parecía estar harto. Bueno, ella también lo estaba.

Kelly abandonó a su cámara y cruzó enfadada el bulevar Pico hacia el camión ENG, con su torre elevada. «Olvídate de Harry —se ordenó a sí misma—. Preocúpate de algo que sea importante, como retocarte el maquillaje antes de la próxima grabación en directo».

Tenía que estar perfecta. Lo que todo el mundo decía acerca de las noticias de la televisión era cierto: si hay sangre, sale adelante. Y aquella noche, ella saldría adelante en Las Noticias de Horario Central de KXLA. Había sido muy hábil al encontrar un idiota que había chocado su coche contra un poste de luz cuando ocurrió el terremoto.

Tirando de su minifalda de lycra de apenas dos palmos, Kelly subió al camión por la puerta corredera que estaba abierta y se sentó en el extremo de una de las sillas giratorias cubiertas de cuero artificial. Dos de ellas estaban colocadas frente al panel de mandos y monitores. Sacó una bolsa de maquillaje de su bolso y vació su contenido sobre la otra silla. Rápidamente, comenzó la rutina, perfeccionada por la práctica en sus dos años como reportera: corrector para cualquier imperfección (casi nunca), base para unificar el tono de su piel (aceitunada), polvo para controlar el brillo (el único calvario de belleza que tenía que soportar), sombra de ojos en tres tonos de marrón (oscuro en las esquinas exteriores para conseguir un efecto teatral), lápiz de ojos (grueso), rímel (más grueso aún), perfilador labial, pintalabios (oscuro y mate) y colorete para resaltar sus pómulos (altos).

Ahora, el pelo. Kelly abrió las piernas, echó la cabeza hacia abajo y la colocó entre sus rodillas, cepillando desde la nuca su cabello moreno y grueso que le cortaban cada cuatro semanas por setenta dólares. Cada quince días, ella misma recortaba su flequillo para mantenerlo siempre lo más sexy posible (justo por encima de sus cejas). Por lo menos, eso era lo que le había dicho un fotógrafo cuando posó para la edición «Universitarias de California» de Playboy. Parece que el fotógrafo tenía razón porque ella fue la única chica a la que se dedicó una página entera. Kelly se echó spray fijador y levantó rápidamente la cabeza. Cuando su último novio había visto esa maniobra, le había dicho que parecía una chica de un anuncio.

«¿De anuncio? Por favor…». Kelly resopló y sostuvo el espejo de su polvera cerca de su cara. Lo que ella parecía era una presentadora del informativo principal.

***

—¿Por qué interrumpiste a Kelly? —le preguntó con insistencia Tony.

Haciendo un esfuerzo por no quedarse boquiabierta, Natalie estaba de pie enfrente del escritorio de su director de informativos, y le escuchaba lanzarle la pregunta como si fuera una acusación. Se había esforzado mucho para presentar un directo brillante, ¿y qué hacía Tony Scoppio?, ¿le pedía explicaciones por haber interrumpido a una reportera novata?

—Kelly estaba en Santa Mónica. —Natalie mantenía su tono equilibrado, razonable—. Estaba a muchas millas de distancia de la acción. Nosotros, en cambio, estábamos enfrente de una carretera derrumbada. Nosotros…

—Había mucho que ver en Santa Mónica.

—Ventanas rotas y botes que se habían caído de las estanterías de algunos supermercados.

—Accidentes de tráfico —replicó Tony—. Paredes derrumbadas.

—Un accidente de tráfico. Una pared derrumbada.

—No sé para quien trabajabas antes, pero déjame decirte cómo hago yo las cosas. —Tony se apuntaba a sí mismo con el pulgar—. Yo decido quién aparece en el aire y durante cuánto tiempo. Yo decido. No los productores, ni los directores. —Se detuvo—­, y por supuesto tampoco las estrellitas del momento.

Natalie frunció el ceño y miró a Tony, sentado detrás de su escritorio como si fuera el Buda de los directores de informativos sentado en su trono. Cualquier otra persona la aplaudiría, pero él la atacaba, utilizando un pretexto tan débil como la hoja de un guión.

—Me gustaría recordarte que, gracias a mí, fuimos los primeros en sacar en directo imágenes de…

—¡Fuimos la última estación en devolver la emisión!

—Eso es un asunto técnico que tú no has arreglado. —Este tipo la sacaba de quicio más que ningún otro director de informativos que hubiese conocido—. Francamente, no entiendo esto. No se así como se dirigía la sala de redacción. Tú…

La interrumpió:

—Tienes razón, Daniels.

Ella lo miró en silencio durante unos instantes.

—De la forma en la que antes se dirigía esta redacción —continuó él—, se perdía dinero. Y los índices de audiencia bajaban. Pero, ya no. Este es un mundo nuevo y debes adaptarte. Si no, te diré una cosa.

Detuvo su discurso y ella esperó. No podía ni imaginar lo que vino a continuación.

—Te quitaré del programa.

—Pero, vamos —se mofó de él—. Kelly estaba haciendo un monólogo sobre una cosa que no era relevante. Yo tomé una decisión, que era el momento de…

—No te tocaba a ti tomar esa decisión.

—Como presentadora, es mi trabajo tomar decisiones editoriales.

—No. Como presentadora, tu trabajo es escuchar mis decisiones editoriales.

Ella levantó sus brazos en señal de exasperación.

—Tony, no soy una portavoz sin cerebro cuando estoy en la calle. Claro que tengo que tomar decisiones sobre lo que es noticia y lo que no, particularmente en noticias de última…

—¿Se te ha pasado alguna vez por la cabeza que puede que tu criterio ya no sea lo que era? —Él levantó sus cejas—. Quizás estás desfasada. Quizás ya no eres tan dura después de pasar tantos años detrás de tu mesa de presentadora.

—Esa es la cosa más absurda que he escuchado. —Natalie intentó hablar como si no le importara, pero le parecía que la tierra se movía de nuevo debajo de sus pies. Trató de mantener el control y se centró en el patrón de la alfombra de resistencia industrial. Era del color de la pantalla de un televisor cuando pierde la señal.

—Supongo que éste es un buen momento para decírtelo. —Tony se detuvo y algo cambió en el aire estancado de la oficina—. A partir de ahora, no me planteo renovar tu contrato.

Natalie se sintió como si un camión se hubiera desviado, entrado en su carril y chocado de frente contra ella. «¿Me quiere despedir?». Tuvo que obligarse a no apoyarse en un asiento.

—Los índices de audiencia no son lo que deben ser —continuó con un tono tan ligero que podría haber estado hablando del tiempo—. ¿Has visto los números con lo que se ha cerrado mayo?

Natalie lo vio como a través de una neblina abrir de golpe una carpeta de color manila. «Qué casualidad que la tuviese tan cerca», pensó aturdida. Él arrojó en su dirección una hoja de papel con el sello de Nielsen y con esas columnas gráficas que no mienten. Pero ella no le prestó atención.

—Claro que los he visto —logró decir—. Pero el declive tiene más que ver con las historias que estás poniendo en el aire y menos con la forma en que yo presento.

—¡Qué interesante, Daniels!

Él abrió entonces otra carpeta que estaba encima de otra pila.

—Cuando yo era director de noticias en KBIT en Dallas, antes de venir aquí, las historias que ponía en el aire nos llevaron al primer lugar. —Le mostró una tabla y sonrió de oreja a oreja—. ¿Quieres intentar otra explicación?

Su mente galopaba. Había muchas razones por las que los índices de audiencia bajaban. Los índices siempre se movían como olas del mar. Ningún programa de noticias permanecía en el primer lugar para siempre.

—Yo estoy igual de frustrada que tú con los números —admitió—. Pero fíjate bien en lo que te voy a decir: los números subirán de nuevo con la cobertura del terremoto.

—Bueno —ahora su tono tenía aires de desdén.

Natalie miraba mientras que el hombre que tenía su futuro en sus manos cerraba bruscamente su pila de carpetas de color manila.

—Vamos a ver lo que sucede con los números, Daniels. —Le sonrió—. Vamos a ver.



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