CAPÍTULO UNO
Gabriella DeLuca estaba de pie entre las vides al amanecer.
Hacia el este, más allá de un rodal de imponentes robles y
eucaliptos, el sol se asomaba por encima de las Montañas
Howell de Napa, luchando por disipar la neblina que en esa
mañana de junio se esparcía pesadamente sobre el suelo del
valle. En unas horas el sol ganaría la batalla, bañando la
tierra con una luz caliente y urgiendo a las uvas, las
aceitunas y las nueces hacia la cosecha.
Observaba la pequeña fogata que había prendido
cuidadosamente al lado del viñedo en la ladera más empinada
de la empresa para la que trabajaba, Viña Suncrest. En una
mano sostenía una foto y en la otra, un ramo de rosas de
tallo largo que le había regalado Vittorio, en otro país, en
otra vida. Las rosas se habían secado por el paso del tiempo,
y ahora eran quebradizas al tacto. Sin permitirse pensarlo
dos veces: arrojó las flores marchitas al fuego. ¡Zas!
Las llamas se alzaron al aire con avidez consumiendo su
premio. Gabby observó cómo los últimos pétalos se convertían
en cenizas.
—Vittorio Mantucci —susurró—,
arrivederci.
Cerró los ojos, despidiéndose mentalmente del único hombre
al que había amado. Y al que había perdido,
desafortunadamente, lo que significaba que ostentaba un
triste resultado de cero a uno en el marcador del amore.
Pero aquella mañana, justo un año después de que Vittorio le
hubiese arrancado el corazón del pecho y lo hubiese
pisoteado con su mocasín de Gucci, no tenía nada que ver con
la angustia, ni con la furia, ni con el pesar. Las últimas
364 mañanas sí habían tenido que ver con esos sentimientos.
Pero esa mañana se trataba de terminar con ellos, ahora y
para siempre.
Gabby bajó la mirada hacia la brillante foto cinco por siete
Kodachrome que sostenía en su mano izquierda. Mostraba al
antiguo amor de su vida bajo el sol resplandeciente de
Chianti, sonriendo como un idiota, él moreno y guapísimo,
ella rubia e increíblemente feliz, rodeados de viñedos,
olivos y promesas.
Ella se acordaba claramente de aquel día. Habían ido de
picnic. Habían hablado sobre los méritos de la Toscana en
comparación con Lombardía; nunca lograban estar de acuerdo
sobre si la provincia de su familia triunfaba sobre su casa
ancestral. Habían hecho el amor apresurada pero
maravillosamente sobre una manta de guinga, y luego se
habían vestido rápidamente para que Vittorio pudiera sacar
una foto, programando el temporizador de su cámara y
colocándola sobre un tocón antes de correr de regreso hacia
ella para colocarse en su lugar justo a tiempo.
Gabby necesitó una gran fuerza de voluntad para poder
arrojar la foto al fuego. Pero, aun así la tiró y luego la
observó mientras desaparecía, primero los bordes, hasta que
por fin la cara de Vittorio se hundió y se derritió. Se
quedó mirando fijamente durante un rato el espacio que había
ocupado, luego tiró un paquete entero de fotos al fuego. A
estas les llevó más tiempo ser aniquiladas pero al final lo
fueron. Eso parecía probar algo.
—¿Qué te parece este exorcismo italiano? —murmuró, y luego
empezó a reírse, atragantándose con sus lágrimas, en parte
arrepintiéndose del pasado y en parte no, preguntándose si
algún día podría pensar en el nombre de Vittorio Mantucci
sin sentir una puñalada en su corazón.
Así que ella había cambiado la región vitivinícola de Italia
por la de California. La de la Toscana por la del Valle de
Napa. No era un cambio tan malo, en realidad. Era su hogar y
a ella le encantaba, además su familia entera estaba cerca.
¿De qué podía quejarse? Además, cambiaría a Vittorio por…
»¿Quién?
Alguien maravilloso», se dijo a sí misma. Alguien americano
como ella, a quien entendería de la cabeza a los pies.
Alguien que se quedaría con ella incluso aunque toda su
familia se opusiera.
O tal vez… (y solo de pensarlo se hizo un agujero en su
bravuconería romántica) cambiaría a Vittorio por nadie.
Bueno, una precisión que no hay que olvidar: Ella no había
cambiado a Vittorio. Él la había cambiado a ella.
Gabby se dejó caer sobre la tierra del viñedo y ojeó lo que
quedaba de su reserva oculta para el exorcismo, la cual le
recordaba, de una forma u otra, los tres años que pasó
haciendo prácticas en la bodega de la familia Mantucci.
Había una caja de una libra de fettuccine, el tipo de
pasta que más le gustaba a Vittorio, y una caja de vino. Sí,
una caja de vino, porque Gabby sabía que no había insulto
más grande para su antiguo amante que el vino barato, tan
barato que lo empaquetaba como zumo de frutas.
Justo estaba alimentando el fuego con un puñado de
fettuccine cuando escuchó la voz asombrada de un hombre
vocear detrás de ella.
—¡Por Dios, Gabby!, ¿qué estás haciendo?
Era Félix Rodríguez. Caminó hacia ella. Era un hombre
fornido con bigote, que había sido el capataz de Suncrest
durante mucho tiempo, desde que el padre de Gabby se había
convertido en enólogo, o sea, desde que Gabby tenía cinco
años. Félix llevaba puestos unos pantalones vaqueros y unas
botas de trabajo igual que ella. Como diferencia, portaba un
casco parecido a los que llevan los mineros de carbón, con
una linterna fija colocada en la parte de arriba. Perfecto
para mantener las manos libres mientras uno está paseando
por las viñas. Para apagar fuegos ilícitos, por ejemplo.
—No es por Dios, Félix —contestó Gabby—. Es por Vittorio
Mantucci.
Los ojos de Félix se agrandaron al escuchar el nombre
maldito, que todos los DeLucas y por extensión Félix, tenían
prohibido pronunciar. Luego miró hacia la reserva oculta, y
sus ojos se agrandaron aún más.
—¿Estás asando espaguetis en la barbacoa?
—Es pasta, Félix, pasta, y no la estoy asando en la barbacoa.
Solo la estoy quemando —Ella suspiró. Era un ritual difícil
de explicar.
No había duda de que Félix agruparía aquella locura con
todos sus otros comportamientos inexplicables. Como alquilar
una casa en la parte alta del valle donde se llegaba
conduciendo media milla cuesta arriba por un camino sin
luces y sin asfaltar. La casa gritaba a voces aislamiento, y
ella sabía lo que todo el mundo pensaba de eso. «Quiere
estar sola porque ese muchacho italiano le rompió el corazón».
Meneaban la cabeza; chasqueaban la lengua. A veces
parecía que las viejas familias como la de ella se graduaban
en uvas y se especializaban en chismes. «Debería haber
sabido que él se casaría con una de su clase social».
En cierto modo, ella lo había sabido, pero lo había ignorado.
Y alquiló la casa no solamente porque nadie vivía cerca,
sino porque le permitía vivir justo al lado de los viñedos.
Los cuales, a diferencia de los amantes italianos, tenían
cierto ritmo predecible y reconfortante.
Félix carraspeó ruidosamente para expresar su desaprobación.
—No debiste venir a trabajar tan temprano hoy. Deberías
estar en casa descansando para la fiesta de esta noche de la
señora Winsted.
—Por Dios, Félix, no me lo recuerdes —Arrojó lo que quedaba
de los fettuccine al fuego, con caja y todo—. No
entiendo por qué alguien quiere celebrar el regreso de Max
Winsted al Valle de Napa.
—Es su madre.
—Lo único que puedo decir es que Ava Winsted demuestra que
el amor es ciego.
No era habitual que la señora Winsted sacase a Gabby de sus
casillas, pero ahora lo estaba haciendo. ¿Entregar
Suncrest
al imbécil de su hijo?
―¿En qué está pensando, Félix? Va a arruinar este lugar. Va
a llegar y a dirigirlo de cualquier forma estúpida que se le
ocurra y lo va a arruinar.
Félix no respondería a eso. Mantendría la boca cerrada y la
cabeza baja y no arriesgaría su trabajo, algo que
probablemente Gabby debería hacer también.
Ella meneó la cabeza. Ese era el problema de trabajar para
una bodega familiar. Si en la familia se agotaban las
personas de buen juicio que podían dirigir el lugar, la
bodega se jodía. Y junto con ella, todos los empleados.
—Tal vez Max haya aprendido algo en Francia —añadió Félix.
—Lo único que Max ha aprendido en Francia es cómo decir
Voulez-vous coucher avec moi ce soir? con tres niveles
diferentes de cortesía —contestó ella. Pero Félix pareció no
entender la referencia.
Gabby atizó el fuego con un palo. Todo era tan frustrante. Y
daba miedo. Ella había regresado a California para
recomponer su vida, crecer hasta convertirse en la enóloga
que sabía que podía ser, quizás incluso podría recuperarse
lo suficiente como para amar de nuevo. Después de perder a
Vittorio, lo único que quería era el baluarte de estabilidad
que le proporcionaban su familia y
Suncrest,
ambos constantes e invariables, el Peñón de Gibraltar de su
panorama emocional. La familia DeLuca estaba bien, gracias a
Dios, pero, ¿la bodega? Con Max Winsted al mando, nadie
podía saber lo que ocurriría.
Ella lo conocía desde que tenía cinco años, cuando él era un
recién nacido, y prácticamente había sido un imbécil desde
el día que dejó de usar pañales. Cada año se volvía más
engreído y arrogante. Y lo más irónico era que, aunque había
nacido en
Suncrest
y los empleados solamente trabajaban allí a veces ella se
preguntaba si él amaba
Suncrest
tanto como ellos.
No lo parecía, a juzgar por cómo actuaba.
Gabby sintió la mirada de Félix sobre ella, y forzó una
sonrisa obligada.
―Lo siento Félix, no debería de ser tan negativa —Sabía que
no debía
serlo, como asistente de enólogo tenía un alto cargo
directivo y debería estar levantando el ánimo de los demás
empleados para que apoyaran a su nuevo jefe—. Solo que es
difícil imaginarme trabajando para ese… cretino.
Él reprimió una sonrisa, entonces su cara se volvió seria.
—Sé que amas este lugar, Gabby.
Ella lo miró fijamente:
—Tú también lo amas, Félix.
Él suspiró; sus ojos se deslizaron hacia el fuego:
—Todos lo amamos.
Una ráfaga de viento sopló agitando las llamas. Gabby se
estremeció, deseando que el sol se detuviera en su ascenso,
así nunca amanecería y la fiesta de bienvenida nunca se
celebraría. Pero había aprendido a las malas que el desear
algo no siempre significaba que iba a suceder.
***
Will Henley Jr. estaba orgulloso de sí mismo. Había
terminado con su ritual matutino rapidísimo. Una vez que
sonó la alarma del despertador que estaba al lado de su cama,
en San Francisco, a la hora acostumbrada de las 4:30 de la
mañana, hizo media hora de entrenamiento intenso en la
máquina de remos (un remanente de sus años como marca en el
equipo de peso ligero de Dartmouth) y luego anotó la
intensidad y duración de la sesión de ejercicios en una
tabla. Devoró unos cuantos boles de cereal integral, se
duchó, se afeitó y escogió un traje de raya diplomática y
una camisa de puño francés levemente almidonada de su
colección de camisas hechas a medida. Luego condujo a toda
velocidad y rodeado de neblina su BMW Z8 durante dos millas,
desde su casa de estilo victoriano en Pacific Heights hasta
su oficina de ejecutivo con vistas panorámicas situada en un
almacén de ladrillos rojos restaurado en el Embarcadero.
Eso hizo que llegara a su escritorio de caoba a las 5:45 de
la mañana, una tempranera llegada difícil de igualar incluso
para las normas Tipo A de la empresa para la que trabajaba
Will, la firma de capital privado General Pacific Group,
conocido entre los expertos en el campo de las finanzas y
los negocios como GGP.
Will se acomodó para tomar un sorbo del café con leche baja
en grasa que había hecho que le trajeran del comedor del
edificio. Esparcidos por su escritorio, sobres los
archivadores y en las estanterías para libros hechas a mano,
había decenas de cubos de Lucite, cada uno representaba un
acuerdo de GGP que él había ayudado a gestionar. En la pared
norte colgaba una pantalla plana que mostraba la cotización
de las acciones en tiempo real de Europa y los últimos
números de Asia. Wall Street no comenzaría a comprar y
vender en Bolsa hasta casi una hora más tarde.
Pero la primera tarea de Will de esa mañana no tenía nada
que ver con los mercados financieros o con las transacciones
de capital privado. Levantó el teléfono y marcó un número de
Denver que conocía de memoria. Y aunque saltó el mensaje del
buzón de voz diciendo que la Floristería Montañas Rocosas
todavía no estaba abierta, Will comenzó a hablar después de
la señal.
—Oye, Benny, coge el teléfono —Esperó un momento—. Cógelo,
Benny. Sé que estás ahí. Soy Will Henley de San…
—Hola —La voz sonaba levemente sofocada.
—¡Hey!
Gracias, hombre. ¿Te he pillado barriendo?
—Es lo primero que hago cada mañana.
—Perdóname por interrumpirte.
—No hay problema —Benny hizo un poco de ruido—. Y dime, ¿qué
es está vez, Will? ¿Un aniversario? ¿Un cumpleaños?
—Un cumpleaños. El de Beth.
—¿Rosas o tulipanes? También puedo hacer algún tipo de
combinación para ti…
—Haz una combinación —Will entrecerró los ojos, pensando en
la combinación que le gustaría a ella—. Flores rosadas y
amarillas. Y mándaselas a la oficina, no a casa.
Benny se rio.
—Para que todos se queden boquiabiertos de asombro y
admiración cuando las vean. ¿El mensaje acostumbrado?
—Sí, por favor —Will sonrió. Era un buen mensaje. Cada año
la hacía feliz.
—Ya está.
—Ponlas en un florero no en una caja, por favor, Benny, y
trata de entregarlas lo más temprano posible, ¿de acuerdo?
—Will miró hacia arriba y vió a Simón LaRue, uno de los
socios mayoritarios de GGP y por ende un verdadero pez gordo,
merodeando en la puerta de su despacho. Le hizo un ademán
para que entrara—. Muy bien —dijo por teléfono.
—Gracias, amigo.
Will colgó mientras LaRue se detuvo enfrente de su
escritorio, un americano perfectamente acicalado de seis
pies y dos pulgadas de altura con un traje hecho a mano que
costaba tres mil dólares. Simón LaRue tenía el cabello
oscuro y era un niño mimado, como Will, como todos los
socios de GGP.
Él arqueó una ceja.
—¿Estás mandándole flores a una dama afortunada, Henley? ¿Es
alguien a quien debamos conocer?
Will se rio y trató de parecer enigmático. Debido a su
estatus de soltero perpetuo, lo que a la edad de treinta y
cuatro años se estaba convirtiendo rápidamente en un motivo
de fascinación no solo entre sus familiares sino también
entre sus conservadores compañeros de trabajo, él no quería
admitir que el arreglo floral era para su hermana.
Ni tampoco quería admitir, ni siquiera para sí mismo, la
pequeña razón que le motivaba a hacer el regalo. Era por los
sentimientos de culpabilidad que aún sentía, incluso después
de todos estos años, por haber dejado a Beth en Denver
dirigiendo la empresa familiar de áridos
Henley Sand and Gravel,
mientras él deambulaba por ahí persiguiendo sus sueños. Como
hijo mayor y único varón, la costumbre exigía que él
siguiera los pasos de su padre y tomara el mando del negocio
familiar. Pero Will quería un escenario más amplio. Y por
Dios que lo había conseguido.
LaRue sonrió.
—Ah, esos eran los días buenos. La soltería con todos sus
placeres infinitos y toda su variedad —Sus dedos delgados y
muy cuidados levantaron un cubo de Lucite del escritorio de
Will—. ¿Así que vas a hacer que ganemos mucho dinero en el
Valle de Napa?
Will se inclinó hacia atrás en su silla y entrelazó las
manos detrás de la cabeza en un gesto deliberado de
confianza, aunque en aquel momento aquel asunto no le
inspirase ninguna.
—¿No lo hago siempre?
—En los negocios no existe un siempre —LaRue jugueteaba con
el cubo, sus ojos oscuros se habían centrado en él como si
estuviese hipnotizado—. Solamente existe tu último acuerdo.
Este era uno de los tópicos cargados de machismo que los
socios de GGP siempre citaban. Había otros aún menos
ingeniosos, pero todos ellos en resumidas cuentas
significaban ¿qué has hecho por la empresa últimamente?
Will se rio de nuevo.
—¡Oye, mi último acuerdo multiplicó nuestro dinero por diez!
—Y todavía está funcionando. Hoy en día eso es un éxito
impresionante. Pero de ti no esperaríamos menos —LaRue
colocó de nuevo el cubo en su lugar, luego cogió una foto
enmarcada de Beth, tomada en Aspen al lado de su esposo e
hijos gemelos con una colección de esquís y bastones. Los
cuatro llevaban puestos jerseis combinados, tenían la misma
tez escandinava de Will y quemaduras del sol en forma de
gafas alrededor de los ojos, de las que solo se consiguen
cuando se pasa unas vacaciones esquiando en las Montañas
Rocosas. Las cejas de LaRue se arquearon—. ¿Alguna vez has
practicado el heliesquí, Henley?
Ese era el tipo de deporte extremo impulsado por la
testosterona que LaRue (y todos los juiciosos socios de GGP)
aprobarían.
—¿Quieres decir si he saltado desde un helicóptero en una
ubicación remota para esquiar en solitario cuesta abajo por
una montaña prístina e impresionante sin nadie a mi
alrededor que me pueda salvar si me pasa algo?
LaRue asintió con la cabeza.
—No. Pero suena a una buena y sana diversión.
LaRue se rió ruidosamente esta vez, esa era la respuesta que
deseaba oír. Colocó la foto sobre el escritorio, centró su
mirada brevemente en la foto de al lado (una instantánea del
cuadragésimo aniversario de los padres de Will) y a
continuación caminó tranquilamente hacia la puerta del
despacho.
—Salúdame a la hermosa Ava —dijo girando la cabeza sobre su
hombro; luego salió.
Will suspiró y desenlazó las manos. Después se inclinó hacia
adelante para apoyar los codos sobre su escritorio y tomar
otro sorbo de su café con leche, ya frío. Lo último que Ava
Winsted quería de Will Henley o de cualquier otra persona de
GGP eran saludos. Ella preferiría que la empresa
desapareciera de su vida y que Will Henley, en particular,
dejara de lanzar ofertas de compra de su bodega. Ella le
había dicho que no, y aparentemente lo dijo en serio.
Pero eso no quería decir que Will Henley se fuese a dar por
vencido. Él no había llegado hasta allí por ceder con
facilidad.
Hizo una mueca, imaginándose la expresión de las perfectas
facciones hollywoodenses de Ava Winsted cuando él apareciera
sin haber sido invitado en la fiesta de bienvenida de su
hijo. No exactamente sin ser invitado, puesto que
había conseguido con artimañas una entrada como acompañante
de una de las invitadas. Pero irrumpir donde no resultaba
bienvenido no era uno de los pasatiempos preferidos de Will.
Aun así, tenía que ir. Según lo que había calculado,
Suncrest era la pieza clave para ganar dinero en el Valle de
Napa. Y él tenía que ganar la mayor cantidad de dinero
posible para satisfacer a los socios mayoritarios e
inversionistas, cuya codicia por conseguir inmensas fortunas
era insaciable.
Will se tragó lo que quedaba de su café con leche. Pues sí,
era seguro que había conseguido un escenario más grande.
***
Como la actriz que era, Ava Winsted se obligó a reírse para
sonar positivamente alegre, mientras cruzaba las puertas
francesas hacia su salón casual pero elegante y lleno de luz
donde se encontraba Jean-Luc Boursault. Era el guionista de
París que ella esperaba que redactara un capítulo nuevo en
la ya dilatada historia de su vida, un capítulo de su vida
después de abandonar Suncrest.
—Estoy tan emocionada de ver que Max va a tomar el mando—mintió—.
Aprendió tanto en Francia que traerá una perspectiva
completamente innovadora a Suncrest. ¿Quién sabe? Tal vez
termine siendo mejor vinatero que su padre.
Ava observó a Jean-Luc decidir (sabiamente, en su opinión)
que no iba a cuestionar esa increíble declaración. Desde su
posición, sentado en un alegre sillón azul y amarillo de
estilo victoriano campestre, él simplemente tomó otro sorbo
de su sauvignon blanc de Suncrest, que Ava
consideraba una deleitable libación para media mañana. Con
un cuerpo menudo, cabello grueso y canoso y cejas que
amenazaban chocar la una con la otra, Jean-Luc proyectaba
una imagen de bohemio, pudiente e intelectual, muy parecida
a la de quince años atrás, cuando lo había conocido.
—Porter Winsted —concedió él moderadamente—, es difícil de
emular, dejó el listón muy alto.
¿Quién sabía eso mejor que Ava? Su esposo fallecido había
sido un gran hombre, el vástago de una familia de Newport,
Rhode Island, que había construido dos carreras
deslumbrantes (bienes raíces comerciales y vitivinicultura)
y sin embargo había seguido siendo trabajador, modesto y de
buen corazón hasta el final.
Los ojos de Ava se aguaron. Le dio la espalda a Jean-Luc
para mirar a través de las puertas francesas el panorama
conocido de los viñedos, de los olivos y de los árboles de
eucalipto enturbiándose en masas indistintas de verde y
dorado bajo el implacable sol del mediodía en el valle.
Sintió la mano de Jean-Luc asentarse suavemente sobre la
parte baja de su espalda.
—Todavía lo echas de menos.
«Todavía». Solo hacía dos años que había muerto. Ya
habían pasado dos años sin él. A veces cuando se despertaba,
se olvidaba de que Porter estaba muerto y extendía su mano
por las sábanas frías solo para acordarse de que ya no
estaba. La puñalada de dolor que seguía se sentía
sorprendentemente fresca, una y otra vez. Pero ahora sucedía
con menos frecuencia, lo cual la entristecía aún más. Ya se
estaba acostumbrando a que él no estuviera.
—Siempre lo extrañaré —le respondió a Jean-Luc. «Pero solo
tengo cincuenta y cinco años y todavía me siento con energía,
la mayoría de los días». Giró la cabeza para mirar a su
amigo a los ojos, que se arrugaron con una sonrisa. Se
acordó de nuevo de que Jean-Luc estaba enamorado de ella; lo
había estado durante mucho tiempo y esperaría lo que fuera
necesario hasta que estuviera lista para él. Y quizás ya no
faltase mucho tiempo.
—¿Echarás de menos dirigir la bodega cuando Max tome el
mando? —le preguntó él.
Al escuchar eso, Ava se vio obligada a reírse, pero no tenía
que mentir.
—Para nada. Tú me conoces, Jean-Luc. Yo soy muchas cosas,
pero ser una mujer de negocios no es una de ellas —Ella se
giró y dejó de mirar el paisaje para hacer como si quitase
una mota de polvo inexistente de una mesita redonda cubierta
de cristal y repleta de libros de arte y fotos enmarcadas—.
Tuve que tomar el mando de Viña Suncrest después de la
muerte de Porter y creo que la he dirigido razonablemente
bien.
—Mejor que eso, Ava.
Ella negó con la cabeza.
—Nunca puse mi corazón, no como lo puso Porter —Ella se
alejó con el pensamiento hacia esos tiempos, años atrás,
cuando le molestaba la pasión de Porter por Viña Suncrest.
Tal vez sería mejor utilizar la palabra ‘obsesión’. Ninguna
mujer podía ser una amante tan exigente como una bodega que
estaba comenzando su andadura, y esto causó una verdadera
tensión en su joven matrimonio. Pero habían salido intactos,
y la bodega prosperó más allá de lo que ellos hubieran
podido imaginar—. Porter amaba Suncrest, Jean-Luc. Es su
legado.
«Pero no es el mío». El de ella era ser actriz.
Ava sabía que Hollywood no tendría un lugar para ella.
Aunque había cuidado el aspecto de su pelo rubio, que
parecía el cabello de las modelos del champú Breck, y aunque
nadie podía negar que su nombre estaba asociado con algunos
méritos impresionantes, ella no era más que una vieja gloria
de cincuenta y pico años. Afortunadamente, Europa estaba más
dispuesta a acoger a una mujer d’un certain age que
todavía sabía cómo iluminar una pantalla. Guionistas como
Jean-Luc Boursault incluso redactaban papeles para ellas.
La boca de Ava se frunció con ironía. Imagínate.
Jean-Luc regresó a su sillón, con una nueva copa de vino.
—¿Estás segura de que Max puede dirigir la bodega tan bien
como tú?
—Oh, por supuesto —Se encendió la sonrisa de megavatio de
Ava, incluso con un amigo tan querido como Jean-Luc se
sentía obligada a mantener la ficción de que ella tenía
completa confianza en su hijo. Lo que había aprendido en
Hollywood era también igual de cierto en el Valle de Napa:
la imagen lo era todo. Ella no estropearía cualquier
oportunidad de éxito que tuviera Max dudando de él desde el
principio—. Se crió en el negocio del vino. Y ahora ha hecho
sus prácticas en Francia. Está mucho más informado de lo que
yo jamás lo estuve.
«Y es mucho más imprudente. Y mucho menos disciplinado. E
increíblemente inconsciente de sus propias limitaciones».
Ava tomó un sorbo de su copa de vino, pensando en esas
semanas dolorosas antes de que Max huyera a Francia. El
episodio completo era tan indecoroso y vergonzoso que odiaba
siquiera pensar en eso. Fue una historia tan típica: cierta
joven, la hija de un pequeño vinatero de Sonoma, quien a la
mañana siguiente, se arrepintió de lo que había hecho.
Empezó a pensar que no había sido su decisión. Su padre
lanzó acusaciones feas y amenazas ocultas. Ava
apresuradamente improvisó una solución para salvar las
apariencias. Ella firmó un cheque cuantioso a una
institución caritativa a nombre de la familia involucrada y
le hizo las maletas a Max para que se fuera a Haut-Medoc,
alegando que tenía que ir a completar unas prácticas ya
planificadas desde hacía mucho tiempo.
Ella cerró los ojos. ¿Por qué había tan poco del padre en el
hijo? ¿Dónde estaba la precaución de Porter, su
consideración, su buen juicio? Cierto, Max tenía muchos
talentos naturales. Era inteligente y apuesto y no le
faltaba ni confianza ni encanto. Pero había algo salvaje en
él que asustaba a Ava y la hacía preocuparse por el futuro.
Y ahora, claro estaba, el problema de Suncrest. Sabía que la
medida más prudente sería que ella siguiera dirigiendo la
bodega. Sin embargo, aunque se sentía terriblemente culpable
admitiéndolo, no quería trabajar más en el negocio. «Ya
basta». Ya basta de estrategias publicitarias, acuerdos de
distribución y resúmenes de Pérdidas y Beneficios. Ya no
podía seguir con el papel de vinatera. Era un papel que le
habían dado en contra de su voluntad y ella lo había odiado
desde el mismo momento en que salió al escenario.
Por supuesto, la otra opción era vendérsela a Will Henley y
GGP. Suncrest sobreviviría si ella hacía eso, aunque
probablemente no de una forma que Porter hubiera aprobado.
Esas firmas que invierten en la compra de empresas
terminaban
cambiando los negocios y
ella era una mujer de negocios lo suficiente inteligente
para comprender eso. Pero a veces resultaba difícil creer
que a Suncrest le iría mejor en manos de Max.
Ava colocó su copa abruptamente sobre la mesa.
—¿Almorzamos? —le preguntó, y caminó majestuosamente hacia
la terraza bañada por el sol al otro lado de las puertas
francesas sin esperar la respuesta de Jean-Luc—. Le pedí a
la señora Finchley que preparara una mesa para nosotros en
el cenador.
Jean-Luc parecía confundido.
—¿No ha aterrizado el vuelo de Max hace dos horas? ¿No
deberíamos esperar a que llegue para almorzar?
—Oh no, no tenemos que esperar por él —Ava conocía a su hijo
lo suficiente para saber que no era para nada sensato
esperar por él.
***
Noventa millas al sur de donde estaba teniendo lugar el
almuerzo íntimo de su madre con Jean-Luc Boursault,
Maximilian Winsted también entretenía a alguien. Estaba al
pie de la cama matrimonial del hotel Marriot del aeropuerto
de San Francisco, fumando un cigarro Gauloise y mirando a
Ariane, una azafata de primera clase, de la aerolínea Air
France. Su sensual cuerpo parisino estaba tendido sobre la
cama, la parte de arriba de su uniforme estaba esparcida
sobre la moqueta de color azul junto con su sujetador, sus
zapatillas y sus medias. Ella se estaba riendo tanto que
seguía derramando champán sobre sus senos, que corría por
sus pezones y hacía que todavía se riera más fuerte. A este
paso, Max no veía difícil quitarle también la parte de abajo
de su uniforme.
«Vive la France!».
Él se rio, tomó un último trago de su copa de champán y
apagó su cigarro. Apuesto a que Rory nunca consiguió que una
azafata se acostara con él, seguro que Bucky tampoco, ¡qué
cabrón! Ellos no tenían nada de su encanto. Claro, tuvo que
pasar de pie en la parte de atrás de la cabina la mayor
parte del vuelo de diez horas desde París flirteando y
contando historias, pero ahora iba a recibir su premio: la
lista completa de favores de primera clase de Ariane.
«Todavía
puedo ganarles», se dijo a sí mismo. ¿Qué importaba si Rory
se estaba graduando en la Facultad de Derecho de Yale y
Bucky en la de Medicina? Max Winsted era el semental más
grande de la escuela secundaria de Napa High, graduado con
la promoción del 97, y estaba a punto de hacerse aún más
grande.
—Viens! —El brazo que sostenía la copa de champán
hizo un ademán para que él se acercara. Su boca pintada de
rojo brillante le sonreía, sus ojos oscuros coqueteaban―.
Viens jouer, Max!
—Déjame cerrar las cortinas—. Después de dieciocho meses de
comida francesa, pasteles franceses y vino francés, Max
sospechaba que tendría mejor aspecto en la oscuridad. Como
ya se había quitado la camisa, metió para dentro el vientre
antes de caminar hacia la ventana de doble cristal para
aislar la habitación del ruido de la autopista 101, situada
seis pisos más abajo. Estaba sorprendido de ver cuánto
tráfico había incluso a mediodía. Tenía suficiente tiempo,
ya que la fiesta no comenzaba hasta las siete y conducir
desde allí hasta su casa solo le llevaría hora y media.
Además, llegaría cuando le diera la gana. De todas formas,
la fiesta era más para su madre que para él. El negocio
importante comenzaría al día siguiente, cuando comenzara a
dirigir Viña Suncrest. Tiró del cordón para cerrar las
cortinas y tapar la vista.
—¿Cómo es tu bodega de grande? —De repente Ariane estaba
detrás de él, presionando sus senos contra su espalda y
cruzando los brazos alrededor de su estómago.
—Grande—Max se dio la vuelta para mirarla de frente—. Más de
cien mil cajas al año.
Al menos, así sería una vez que él estuviera al mando.
Ariane lo agarró más abajo, manteniendo la mirada de él fija
en ella. Sus ojos brillaban.
—C'est très, très grand.
Él carraspeó ruidosamente.
—No me digas.
—¿Eres muy rico?—, ella pronunciaba riiiico pero él
entendía lo que quería decir.
—Très—le contesto. «Y solo espera y verás que el
próximo año por estas fechas seré aún más rico».
Oh sí, él tenía planes. Grandes planes. Suncrest estaría en
el mapa una vez que Max Winsted estuviera al mando. Ya
bastaba de tratar solo de mantenerse a flote como había
estado sucediendo bajo la supervisión de su madre. Claro, ¿qué
más se podía esperar de ella? Ella tenía un carácter
práctico. Y aunque su padre había sido un excelente
negociante en su día, él había sido de la vieja escuela.
Demasiado precavido. Demasiado aplicado y no lo suficiente
brillante.
—¿Qué tipo de vino— Ariane estaba besando su cuello ahora,
su mano izquierda todavía hacía magia en el sur del ecuador—
elaboras?
— ¿Sabes qué? —A él ya no le interesaba hablar de vino en
ese momento.
—Vámonos a la cama.
Él la empujó hacia atrás, hacia la cama, donde no necesitó
decirle ni siquiera una sola vez s'il vous plait,
mademoiselle para que se quitara la falda y se recostara
contra la almohada riéndose, una francesa de cinco pies y
seis pulgadas de altura, viva, respirando y dispuesta. Y
quién, gracias a Max Winsted, estaba a punto de divertirse
como nunca antes lo había hecho en su vida.