CAPÍTULO UNO
Alicia Maldonado salió de la oficina del
fiscal del distrito del Condado de Monterey al vestíbulo de
techo alto y baldosas rojas del Palacio de Justicia, casi
vacío ese sábado por la tarde. Con sus brazos llenos de
expedientes, dejó que la pesada puerta de cristal de la
oficina se cerrara de un portazo y caminó hacia las
escaleras que la llevarían al tercer piso, a los tribunales
superiores, donde abogados como ella presentaban historias
de crímenes reales y trataban de persuadir a los jurados
para que aplicasen un justo castigo. Algo que funcionaba en
la mayoría de los casos, pero como Alicia bien sabía, no
siempre.
Eran las tres de la
tarde y fuera del Palacio de Justicia el día estaba frío y
nublado, un viento de diciembre soplaba en las calles,
llevando consigo el inconfundible olor de estiércol que
indicaba que las labores agrícolas no estaban lejos. Al este
se alzaban las montañas Gabilan, las de Santa Lucia al
oeste, dos cordilleras imponentes que se alzaban como fieles
centinelas sobre el valle de Salinas de California,
atrapando el calor en el verano y el frío en el invierno y
los aromas de las granjas todo el año. Alicia sabía que a
veces el valle era un lugar hermoso, especialmente durante
la primavera cuando el terreno fértil daba vida a
interminables campos de altramuces blancos y azules y de
alegres amapolas de California doradas y anaranjadas. Pero
Salinas en sí, la pequeña sede del condado, no era
exactamente una tarjeta postal. Era demasiado aburrida,
demasiado polvorienta y plana, demasiado parecida al estilo
clásico de los años cuarenta. Y mientras en la esquina de la
calle un hombre del Ejército de Salvación vestido de Santa
Claus tocaba su campana intentando en vano mejorar los
donativos, la ciudad era demasiado pobre para hacer mucho al
respecto.
Dentro del Palacio
de Justicia, Alicia subió el último tramo de escaleras y
llegó al rellano del tercer piso, donde un árbol navideño de
estilo Charlie Brown, decorado con luces de muchos colores,
estaba colocado bastante patéticamente en el lugar de honor.
Su mirada se cruzó con la de Lionel Watkins, un corpulento
conserje negro que era, al igual que ella, una parte
integrante del Palacio de Justicia, tanto así que se
acercaba la fecha de su jubilación. Él dejó de limpiar el
suelo y meneó su cabeza al verla.
—¿Tú, aquí de nuevo?
¿Y en sábado?
—¿Me dejas entrar?
—Cariño, ¿no lo hago
siempre? Hasta en contra de mi propio sentido común.
Apoyó su mopa en la
pared pintada de verde lima, un color adquirido de oferta
que sólo se encuentra en los edificios gubernamentales y en
los hospitales de veteranos, y sin más instrucciones, se
dirigió hacia el Tribunal Superior de Justicia Tres, la sala
que le traía buena suerte a Alicia.
—Tú siempre ganas
—dijo él—. No sé porque te molestas en ensayar.
—Yo ganó porque
ensayo.
—Tú ganas porque
eres buena.
Llegaron a la puerta
de la sala. En la pared de enfrente colgaba un letrero a
mano en el que se leía: SÓLO CUATRO DÍAS MÁS DE HURTOS EN
TIENDAS ANTES DE NAVIDAD. Aparentemente habían colgado
el cartel el martes, puesto que los números del ocho al
cuatro se habían tachado. Lionel seleccionó una llave de su
llavero enorme y la metió en la cerradura.
—Al menos, hace
mucho que el juez Perkins se fue de vacaciones navideñas —Le
abrió la puerta y le echó una mirada inquisidora—. Entonces,
¿cuándo vas a presentarte para jueza otra vez? Dicen que a
la tercera va la vencida.
Una ola fría de
disgusto le atravesó rápidamente.
—No tengo ni idea
—dijo bruscamente, y pasó por su lado para entrar en la sala
a oscuras.
Él encendió las
luces de arriba ahuyentando las sombras del estrado del
jurado, que aún vacío parecía estar, de manera extraña,
vigilante. Alicia se giró y se obligó a que su voz sonase
más suave.
—Gracias, Lionel.
¿Qué voy a hacer cuando te jubiles?
Él se rio.
—Encontrar a otra
alma de Dios.
Entonces se fue. La
gran puerta de roble se cerró con un chasquido suave detrás
de él.
Alicia tiró los
archivos para el caso 02-F987 sobre la mesa del fiscal,
luego aflojó su oscuro pelo ondulado del pasador de plástico
tipo mariposa y se lo recogió de nuevo sujetándoselo por
encima de la cabeza, un ritual de peinado que repetía una
decena de veces al día, cuando finalizaba una tarea y
comenzaba otra. Se quitó la chaqueta negra que tenía puesta
sobre un conjunto de pantalón vaquero y jersey blanco de
cuello de tortuga. La chaqueta estaba adquiriendo ese
brillante y delator aspecto de las prendas que se han lavado
en seco demasiadas veces. Aquello suponía un problema. La
ropa era cara y su presupuesto estaba más que apretado.
Se echó a reír
amargamente. Apenas podía mantener un vestuario decente.
¿Cómo se suponía que podría pagar una campaña, especialmente
ahora, cuando nadie donaría un centavo por una mujer que
consideraban mercancía estropeada?
Claro que había
tenido su período de niña mimada, cuando las personas más
importantes de su partido pensaban que ella era la próxima
gran esperanza latina. Sabía lo que decían de ella:
elocuente, hermosa, fiscal estrella, emprendedora a pesar de
tener pocos recursos, destinada a ganar un cargo político y
a hacer algo bueno por los numerosos olvidados que, como
ella, eran de origen humilde. Era lo máximo de ser
políticamente correcto y una buena historia, o por lo menos
lo había sido hasta que perdió. Dos veces. Entonces, ya la
historia no tenía tanto brillo. Ni ella tampoco.
Echó la cabeza hacia
atrás y miró al gigantesco medallón del Gran Estado de
California colgado en la pared. Era increíble cómo había
pasado de ser una joven prometedora a una mujer estancada en
un abrir y cerrar de ojos. Ahora era un espécimen
deteriorado de treinta y cinco años con una carrera sin
perspectiva y ningún hombre a la vista, al menos, ninguno
que a ella le interesara. Eso sí que era una buena receta
para una feliz Navidad y un feliz Año Nuevo.
«¡Ya basta! Deja de
pensar en ti misma y comienza a ensayar tu presentación del
caso».
—Tienes razón
—murmuró.
Pronto serían las
nueve de la mañana del lunes y tendría que convencer al
jurado de que declarara culpable al acusado7.
Escarbó en su pila de papeles buscando su bloc de notas
amarillo de tamaño legal donde había garabateado sus
apuntes. Pero no estaba allí.
Caramba, seguro que
se lo había dejado en su escritorio. Tendría que regresar a
buscarlo. Salió de la sala rápidamente de camino a la
oficina del fiscal del distrito, e introdujo el código en el
teclado numérico para poder entrar.
Estaba a mitad de
camino de su despacho por el pasillo estrecho bordeado de
cubículos cuando se dio cuenta de que la línea principal del
teléfono estaba sonando. Sonaba, saltaba el buzón de voz y
entonces sonaba de nuevo. Una y otra vez. Alguien quería
hablar con alguien, urgentemente.
Regresó al
escritorio de la recepcionista y contestó el teléfono.
—Fiscal del Condado
de Monterey.
—Soy Bucky Sheridan
—Un policía veterano del departamento de Carmel, pero no
necesariamente el más listo de la clase—. ¿Con quién hablo?
—Alicia. ¿Qué pasa?
—Tengo que hablar
con Penrose.
Ella se echó a reír.
Como si Kip Penrose, el fiscal del distrito, fuese a estar
en la oficina un sábado por la tarde. Apenas estaba entre
semana.
—Bucky, no vas a
encontrar a Penrose aquí. Intenta llamarlo a su teléfono
móvil.
—Ya lo he intentado.
Pero salta su buzón de voz.
—Bueno, lo habrá
apagado —Eso también era típico de él—. De todas formas,
¿por qué tanta desesperación? ¿Qué necesitas?
Silencio. A
continuación:
—Se ha dado una
situación aquí, Alicia.
Ella frunció el
ceño. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que la voz
de Bucky no sonaba como la del bobo panzudo de siempre.
—¿Qué quieres decir
con una situación?
—Estoy en la casa de
Daniel Gaines. En la calle Scenic, en Carmel.
—¿Daniel Gaines?
—Algo inquietante dentro de su estómago la incomodó—. ¿El
Daniel Gaines que acaba de anunciar que se va a presentar a
las elecciones para gobernador?
—Ya no se va a
presentar a nada —A estas alturas ya Bucky estaba jadeando—.
Está muerto.
***
—Regresamos de la
publicidad en un minuto.
Desde su puesto en
la mesa de presentadores, Milo Pappas asintió con la cabeza
al escuchar el aviso del regidor, quien estaba de pie medio
oculto en las sombras del cavernoso estudio de Manhattan
donde se grababa el Informativo de la Noche de WBS
cada tarde a las seis y media. Al ser sábado, aquella era la
edición del fin de semana menos ilustre del programa
insignia. Pero de todas formas era un informativo de la
noche y, en consecuencia, se apuntaba un tanto en su carrera
periodística cada vez que dejaba de lado su función de
corresponsal de Newsline para sustituir como
presentador.
Milo le echó un
vistazo a la introducción de la última historia, la única
que había dejado para leer aparte de la promoción para el
programa de entrevista del domingo por la mañana y la
despedida. Estaba orgulloso de sí mismo. A pesar de su
nerviosismo inicial, no había tropezado con ninguna palabra
y había logrado proyectar la imagen cercana y a la misma vez
fidedigna, deseada para los presentadores de WBS. Millones
de americanos desde Kennebunkport a San Diego lo estaban
mirando, pero Milo estaba mucho más al tanto del puñado de
directivos de WBS que estaban escudriñando su rendimiento
desde sus casas de fin de semana en Long Island y en los
Hamptons.
De repente escuchó
al director hablar en su auricular.
—Tenemos una noticia
de última hora, Milo. Olvídate de la última historia.
Necesitas improvisar. Con noventa segundos como máximo. Te
haremos llegar la copia impresa —Efectivamente, justo cuando
el director de escena dio el aviso de treinta segundos, una
joven asistente de producción entró corriendo al escenario
con una copia del teletipo de la agencia—. Después vete a la
despedida cuando estés listo y terminaremos con la grabación
de cierre. Conoces la historia de Daniel Gaines, ¿verdad?
El corazón de Milo
latió con fuerza dentro de su caja torácica. En efecto,
conocía esa historia, aunque para decir la verdad él estaba
mucho más íntimamente familiarizado con la esposa de Daniel
Gaines que con el hombre en sí.
—Quince —anunció el
director de escena.
Milo tomó el
teletipo y luchó por digerirlo. No podía creer lo que estaba
leyendo. A pesar del titular, Dewey le gana a Truman,
los teletipos de última hora rara vez se equivocaban con
algo así de gordo.
Alzó sus ojos hacia
el objetivo de la cámara, dirigiéndose al director del
Informativo de la Noche en la cabina de control.
—¿Está confirmado?
—Por la comisaría de
Policía de Carmel, California, donde vive el tipo —el
director hizo una pausa—: ¿Estás seguro de que puedes
improvisar, Milo?
Sintió una punzada
de irritación.
—Mírame.
Entonces el director
de escena entonó:
—Diez…, cuatro,
tres… estamos en plano general.
Dos segundos antes
de que el director lo cambiara a primer plano en la Cámara
Uno, Milo alzó su mirada al objetivo, se obligó a mantener
su compostura y comenzó a hablar.
—Esta noche tenemos
una noticia de última hora desde Carmel, California. La
Policía ha confirmado que Daniel Gaines, quien justo el mes
pasado anunció su intención de presentarse a las elecciones
de gobernador de California, ha sido encontrado sin vida en
su casa, víctima de lo que parece ser un homicidio.
Milo se sorprendió
al escuchar lo calmado que sonaba, como si para él fuese
solamente un impactante suceso informativo, como si no
compartiese años de historia personal con las personas
implicadas.
—Gaines era un
recién llegado a la política —continuó—, pero adquirió fama
nacional como jefe ejecutivo de
Headwaters Resources, una compañía
maderera elogiada por preservar el llamado bosque
centenario. Los expertos en política dicen que Gaines
también se benefició de sus vínculos con la familia Hudson,
originaria de California. Hace dos años y medio —Milo nunca
olvidaría esa fecha; estaba grabada en su memoria—, se casó
con Joan Hudson, la única hija del antiguo gobernador de
California y senador de los Estados Unidos, Web Hudson.
Y mientras se tomaba
un instante para mirar hacia abajo y tomar una bocanada de
aire, Milo añadió silenciosamente: «La única mujer que me
despidió con un beso y nunca miró atrás».
***
Joan Hudson Gaines giró hacia las
escaleras que la llevarían al segundo piso, lejos de los
policías que habían invadido su casa, con su cuerpo delgado
inclinado hacia adelante como si eso la ayudara a llegar más
rápido. Una vez dentro del baño del dormitorio principal,
cerró la puerta de un golpe y encendió la luz. Entonces vio
su cara en el espejo. Piel moteada de manchas rojizas, ojos
demasiado brillantes, pelo rubio serpenteante. Apagó la luz
y se derrumbó sobre el jacuzzi, con la porcelana tan
fría como un mausoleo, masajeándose las sienes, intentando
así que su cabeza dejara de dar vueltas.
Tenía que
controlarse. Era un error dejar que la policía la viera tan
aturdida. Tomó una buena decisión al escaparse al segundo
piso, alejada de los ojos entrometidos. Debería haberlo
hecho antes.
¡Qué día tan
horrible! Si su padre estuviera allí, él lo arreglaría. El
haría que esos policías dejaran de caminar ruidosamente por
su casa como si fueran los dueños. Pero estaba muerto
también; él no podía ayudar. Y su madre había escogido
precisamente ese fin de semana para irse a Santa Bárbara.
¿Por qué los
policías eran tan lentos recogiendo pruebas? Una idea
aterradora se disparó por su cuerpo, un pensamiento que no
la dejaba en paz. ¿Qué pasaría si sospechaban de ella?
¡Todas esas preguntas que le habían hecho! ¿Por qué había
ido a Santa Cruz la noche anterior? ¿Por qué había ido sin
su esposo, cuando faltaba tan pocos días para Navidad? ¿Lo
había llamado? ¿Por qué no?
Alzó su mentón con
actitud desafiante, aunque su labio inferior temblaba. Ella
les había dicho solo lo que quería y ni una palabra más.
¿Por qué demonios debería? Ella era una Hudson.
Su valentía se
desplomó tan rápidamente como se había alzado. Se meció
hacia adelante y hacia atrás, fría, tan fría; Su cuerpo era
un objeto extraño que temblaba sin control. ¡Había tanta
sangre! ¿Cómo era posible que un hombre tuviera tanta
sangre? El charco se veía grande como un lago en el suelo de
madera de la biblioteca. Y Daniel, acostado en medio del
charco como un barco abandonado. Desearía no haberlo visto
con toda la claridad de la luz del día, porque ahora que lo
había visto, nunca lo olvidaría. Así era como recordaría a
Daniel.
Daniel, su esposo.
Su esposo, Daniel. Muerto.
Fragmentos de
recuerdos se deslizaron sin invitación, a toda velocidad,
por su cerebro fatigado. Cuando lo conoció por primera vez
en el Café d’Orsay en Nueva York, anonadada y sin palabras
ante aquel adonis alto y rubio situado al otro lado del
conocido salón lleno de gente. Dejándose caer en una cama
endoselada en el Hotel Pierre la primera vez que hicieron el
amor, en una cama sobre la que él había esparcido los
pétalos de una docena de rosas. Su boda en junio sobre el
césped de la casa de sus padres en
Pebble Beach, con quinientas
personas que sirvieron de testigos, el estruendo de las olas
del océano Pacifico como contrapunto a sus votos
matrimoniales. En aquel entonces él la había hecho sentir
como si su mundo entero girara en torno a ella. Antes de que
todo cambiara, antes de que el cosmos se inclinara hacia un
lado y él empezara a esperar que ella diera vueltas
alrededor de él.
Eso se había
terminado. Ahora él estaba muerto. Se había ido. Daniel
estaba muerto.
«Una viuda, Daniel
me ha convertido en una viuda».
Joan se estremeció.
Eso la hacía sentirse anciana. Anciana y gastada. Pero ella
era joven, sólo tenía treinta, y tenía toda una vida por
delante. Eso era lo único que Daniel no podía quitarle.
Su espalda se puso
rígida. De hecho, Daniel ya no podría quitarle nada. ¿Ese
lío con Headwaters y el fideicomiso testamentario de su
padre? Todo eso se resolvería ahora.
Había otra cosa
buena, también. La campaña había acabado. No tendría que
desempeñar el papel de amante esposa de un político durante
los próximos ocho años. Y hubieran sido ocho años, porque
Daniel hubiera ganado estas elecciones y también las
siguientes.
«¿Y sabes por qué?
—le preguntó en silencio a su esposo muerto—. Gracias a
papá. Y a mí».
Tal vez ahora que
Daniel se había ido para siempre, ella recibiría algún
reconocimiento por todo lo que había logrado. Las personas
la buscarían a ella para pedirle sus consejos. Tal vez por
fin ella sería la atracción principal de una cena.
Lo merecía
realmente, mucho más que Daniel. Él sólo se había
aprovechado del brillo de la familia Hudson. El brillo de
ella.