PRÓLOGO

La muerte no estaba en la lista de invitados pero aun así se presentó.

Maggie Boswell, la reina soberana de la ficción de misterio, estaba sentada en la mesa de firmas como una reina en su trono. Estaba rodeada por pilas tambaleantes de libros de su último best seller.

Los libros iban a ser entregados a los miembros de la élite literaria: autores, editores y agentes. Era una gran ironía que Maggie los hubiera invitado a su casa para la fiesta de presentación de ese libro. No le gustaba la mayoría de ellos. Y ahora también desconfiaba de todos ellos.

Porque cualquiera de ellos podría intentar matarla.

Alguien le entregó un libro. Ella garabateó una dedicatoria, luchando por controlar su miedo. En el terror inquieto de sus peores imaginaciones, incluso su querida casa le ponía los nervios de punta. Su enormidad ya no era una alegría, sino una amenaza. Tenía demasiados rincones, demasiadas sombras. Y afuera, detrás de sus muros de estuco, la noche era oscura y sin luna. A los lejos, más allá del jardín, el Pacífico con sus tonos grises y plateados estaba extrañamente inmóvil.

Detrás de ella y a través de las puertas francesas abiertas, una brisa le sopló en la nuca, erizándole la piel como una caricia espectral. Se estremeció y se giró para mirar. Pero allí no había nada, nada excepto la oscuridad absoluta de su jardín.

—¿Señora Boswell?

Ella se giró al oír la voz femenina y apretó los labios. Era una aspirante a su trono, en forma de mujer morena fatua con, en opinión de Maggie, dudoso talento.

La mujer le entregó un libro y le sonrió:

—Soy Annette Rowell. Soy una gran admiradora de su trabajo.

Maggie tomó la novela pero no se molestó en devolverle la sonrisa.

—¿En serio?

—He estado esperando con muchas ganas este libro.

«Léelo y solloza».

—¿A quién debo dedicarle el libro? ¿A usted?

—Sí, por favor.

Maggie garabateó Para Annette y luego su firma en grandes letras. Cerró de golpe la cubierta dura y le entregó el volumen.

—Puede que recuerde que yo también he escrito una serie de novelas de misterio —dijo la mujer.

Maggie era muy consciente de ello:

—¿De veras?

De nuevo la mujer sonrió.

—Muchas gracias por invitarme a venir esta noche.

Maggie se preguntó cómo había hecho esa advenediza para estar en la lista de invitados. En silencio, hizo un movimiento de despedida con la cabeza y la mujer se alejó.

Los libros seguían llegando, sin cesar. Ella saludaba, abría el libro, lo firmaba, lo devolvía, sonreía, una y otra vez. En un momento dado, Maggie se enderezó. Había sentido algo, repentino y rápido, en la nuca. Un picotazo, como el de una abeja, o el de una aguja entrando en la carne. Profundamente y con un propósito. Luego, tan rápido como vino, se fue.

Frunció el ceño, y se giró para mirar detrás de ella a través de las puertas francesas. De nuevo, no vio nada. Solo la gran terraza de baldosas y el césped que se extendía hasta el mar. Con algo de inquietud, se tocó la parte de atrás del cuello, y a continuación miró horrorizada la inconfundible mancha carmesí en su dedo.

«Dios mío —Le vino un pensamiento a la mente, una idea aterradora que descartó inmediatamente—. No puede ser». Alguien le entregó otro libro. Mecánicamente lo firmó, mientras la mente le daba vueltas. Al devolverle el libro a su dueño, ella hizo de nuevo una mueca.

Empezó a sentir una extraña sensación de hormigueo en su cuerpo. Maggie se quedó inmóvil, prestándole toda su atención a esa sensación. Sin embargo, el hormigueo no desapareció sino que aumentó, haciéndose más fuerte.

Se estremeció. La invadió una sensación de frío glacial. El horrible pensamiento volvió, burlándose de ella. «Igual que en mi segundo libro».

No. No podía creerlo. No podía ser tan fácil que le pasara lo que tanto había temido. Simplemente así. De repente el frío glacial se intensificó, golpeándole todo el cuerpo. Un presagio del destino.

«Esto no puede estar pasando».

Aunque sabía que podía pasar.

Le pareció que las personas que la rodeaban se estaban alejando, como si hubiera caído un velo entre ella y el mundo viviente. Vio sus caras, oyó sus voces, pero estaba sola entre todos ellos de una forma en que nunca antes lo había estado. Intentó mover la boca para hablar pero sus labios no le respondieron.

«Tan rápido. Realmente es muy rápido».

Ella casi estaba admirando la potencia de ese veneno. Era igual que como lo había descrito en su libro.

—¿Cariño? —Su marido se inclinó sobre ella. Las voces se convirtieron en ecos, se aproximaron caras preocupadas. Alguien levantó algo fino, brillante y plateado. Maggie no necesitó verlo claramente para saber lo que era. Un dardo, con veneno en la punta.

El terror se apoderó de ella, y dio vueltas en su mente como un derviche grotesco. Su imaginación, siempre vívida, conjuró una imagen de su último aliento, que ella sabía que ya no estaba muy lejos. Y, oh, cómo jadearía y se esforzaría por encontrar el aire para respirar que nunca más encontraría…

El pánico se apoderó del hermoso salón, aunque ella solo pudo ver una nube de ácido. Ahora la gente se estaba empujando, chocando unos contra otros, buscando la forma de escapar. Un grito solitario desgarró el aire. Ella trató de girar la cabeza para ver quién había emitido ese sonido estridente, pero no pudo. Incluso eso estaba más allá de sus capacidades, perdidas rápidamente.

«Tan rápido, tan rápido…».

Su cuerpo se desplomó sobre la mesa. Fue incapaz de evitar que su cabeza golpeara el libro que estaba a punto de firmar.

«Mi último libro. Se terminó. Estoy muerta».

Otro grito, pero no era ella la que gritaba, porque ya no podía respirar más. Lo sabía. Lo había intentado. No le salió nada.

La muerte se fue, dejando tras de sí su sombría tarjeta de visita.

 

CAPÍTULO UNO

Annie Rowell tomó una bocanada de aire, mientras el corazón le bombeaba y sus pies, calzados con sus gastadas zapatillas deportivas, golpeaban la grava del arcén de la carretera de dos carriles. Estaba anocheciendo, y a esa hora muy pocos coches pasaban por aquellas bajas colinas de las afueras de la ciudad costera californiana de Bodega Bay. Allí, una milla tierra adentro, no podía oír el mar, pero aun así el aire helado olía intensamente a sal. Por encima de su cabeza graznó un cuervo, y su graznido cruzó los cielos.

Esa era la ruta por la que generalmente corría, así que no requería ninguna concentración por su parte. Su mente podía divagar libremente, y lo hizo, soñando despierta con su fantasía favorita.

Los neoyorquinos pasaban por su lado mientras ella miraba el escaparate de la ostentosa librería. Los copos de nieve caían desde el cielo, cayendo sobre su cabello castaño y derritiéndose en las largas pestañas que enmarcaban sus ojos verdes, que brillaban a causa de las lágrimas de alegría. Un ejecutivo que caminaba muy deprisa chocó contra ella, y maldijo por lo bajo.

Ella siguió inmóvil. Hipnotizada. Nada podía apartarla de esta visión, con la que había estado soñando durante años. Su novela (¡La suya!) apilada en una pirámide gigante en el escaparate. En el medio, justo donde se colocan los best sellers.

Dentro de la librería, un comprador cogió un libro de la pirámide y se dirigió hacia la caja. Más compradores como ese y Annie escalaría incluso más arriba en la lista de los libros más vendidos. Se podía imaginar a Philip y a su nueva esposa mirándose uno al otro y frunciendo el ceño mientras leían The New York Times, incapaces de asimilar que el nombre de Annette Rowell estuviera impreso allí, y en una posición tan ilustre.

«Quizás no debería haberme divorciado de ella —Philip pensaría, mirando a su esposa número dos con la decepción que previamente había reservado para Annie—. Pero, ¿quién hubiera pensado que iba a llegar a algo?».

La fantasía generó la sonrisa habitual, pero esta vez no duró mucho. Annie fue devuelta bruscamente a la realidad.

Aceleró el paso (solo un poquito, pero no lo suficiente como para que fuera evidente), y luego levantó la barbilla un poco, resistiendo las ganas de echar un vistazo por encima de su hombro.

¿Cuánto tiempo hacía que ese coche estaba detrás de ella?

¿Por qué no la adelantaba?

Estaban a finales de abril y los días más largos le permitían descuidar la hora de salir a correr. En enero, salía a correr a las tres y media de la tarde para evitar que oscureciera antes de terminar su recorrido y volver a casa. Correr sola y en la oscuridad era una mala combinación para cualquier mujer. Y peor aún para una que llevaba un blanco de tiro en su espalda.

Pero se había entretenido revisando el capítulo diecisiete, y pasaron las cinco, luego las seis, las siete y media… Y de ninguna manera iba a dejar de ir a correr ese día. Últimamente era toda disciplina:con su trabajo de escritora, con su entrenamiento físico, con sus comidas, con todo. Pero esa disciplina la había llevado a estar allí en la calle, todavía corriendo, bajo grandes sombras que no la hacían sentirse segura.

El coche, que conducía muy despacio, aceleró. Ella se dio cuenta por el ruido de las revoluciones que hizo el motor. Entonces apareció justo a su lado y aminoró la marcha para ir al mismo ritmo que ella. Desde dentro del vehículo y a través de la ventanilla del pasajero que estaba abierta podía sentir los ojos del conductor clavados en ella. Mirándola.

Ella mantuvo la mirada fija hacia adelante, mientras su corazón latía con un ritmo acelerado que no tenía nada que ver con el esfuerzo.

¿Qué debería hacer?

«Sé valiente —decidió—. Mira al conductor».

Giró la cabeza hacia la izquierda y pudo ver un coche granate destartalado. Detrás del volante… un hombre. No era un hombre mayor, lo que explicaría por qué conducía a paso de tortuga. Era de una edad indeterminada y pelo oscuro. Llevaba puestas gafas de sol, a pesar de que el sol ya casi se había puesto.

Pero eso fue todo lo que pudo ver, porque un segundo más tarde el coche aceleró y salió disparado. Al principio Annie no pudo entender por qué, hasta que se fijó en que otro vehículo se estaba acercando desde atrás. Pudo escuchar por la ventanilla abierta un fragmento de la animada conversación mientras el todoterreno pasaba por su lado.

El rugido de ambos motores murió en la distancia y de nuevo descendió el silencio, roto solo por el ruido repetitivo de los pies de Annie golpeando sobre la grava.

«El todoterreno lo asustó. Eso era bueno, ¿no? Claro, pero, ¿quién era ese hombre? Y, ¿por qué se asustó cuando oyó al otro coche? No pienses. Solo corre. Vete a casa».Durante varios minutos hizo grandes progresos. Pero la paz le duró poco. Pronto oyó un vehículo detrás de ella.

Miró por encima de su hombro.

A pesar del crepúsculo, un coche se acercaba con las luces apagadas. ¿Era el coche granate? No podía decirlo con exactitud. ¿Había el tipo dado la vuelta y regresado?

Se le cortó la respiración en la garganta. ¿Debería enfrentarse a él? No, eso solo lo irritaría. ¿Darse la vuelta? Pero no tenía sentido acortar la distancia entre ellos. ¿Acelerar el paso? Al llegar a la curva que había justo delante podría cruzar la carretera y correr a toda velocidad por la colina más baja hacia la izquierda. Sería una carrera más difícil, pero también sería imposible que él la pudiera seguir.

A menos que se bajara de su vehículo.

No se molestó en considerar esa posibilidad. Tampoco tenía tiempo para pensar. Ahora estaba ya casi en la curva, la colina con su suave montículo la tentaba para que la usara como ruta de escape.

«Hazlo. Unos cuantos pasos más. Ahora.»

Hizo un brusco giro a la izquierda y cruzó la carretera, para luego subir corriendo la colina tan rápido como sus doloridos músculos y su acelerado corazón se lo permitieron. No era un truco fácil, cansada como estaba. «No dejes que me siga. No dejes que me siga…».

Detrás de ella oyó neumáticos sobre la grava. ¿Se había salido el coche de la carretera? Ella solo había subido un poco por la colina, que resultó ser más inclinada de lo que parecía. Su respiración se hacía más difícil y más rápida en su boca abierta y reseca que succionaba todo el oxígeno que podía. Sus pulmones ardían; su cerebro repetía el mantra silencioso: «No dejes que me siga…».

Deseó tener la valentía de cuando era niña. En aquella época no tenía miedo de nada ni de nadie. Pero habían transcurrido dos décadas. Philip había llegado a su vida causando estragos en la confianza en sí misma que solía tener antes de conocerlo.

Detrás de ella, la puerta del coche se abrió. Oyó el bip-bip-bip de aviso cuando se dejan las llaves puestas, luego voces estáticas, como una radio mal sintonizada. El rayo de luz de una linterna iluminó la hierba enfrente de ella.

—¡Señorita!—gritó la voz de un hombre—. ¡Deténgase!

Ella se detuvo. Estaba casi a cuatro patas, le había costado muchísimo trabajo subir la colina. Miró hacia atrás.

Era un policía, de unos cuarenta y tantos, corpulento, con un rostro amplio y lleno de arrugas y con una linterna en la mano. Estaba de pie delante de un coche de Policía con ambas puertas abiertas.

—¿Se encuentra bien?

Ahora entendió lo que era ese sonido estático: era la radio de la policía. Se dejó caer sobre la hierba, fría contra su piel. Y vio como el policía subía trabajosamente la colina. Cuando estuvo cerca pudo leer su nombre en la placa policial: HELMS.

—¿Se encuentra bien?—repitió.

Ella asintió con la cabeza, porque durante unos segundos no pudo hablar. Luego dijo:

—Estoy bien.

Él continuó subiendo por la colina.

—¿Por qué subió hasta aquí?

—Pensé que me estaban siguiendo.

Ella le relató la historia. Detrás de Helms, al pie de la colina, su compañero salió del coche. Él también era blanco, más o menos de la misma edad, altura y complexión que su compañero pero con una barriga que le sobresalía por encima del cinturón.

Helms le ofreció la mano y la ayudó a ponerse de pie. Él empezó a caminar hacia la carretera.

—Hablemos allá abajo.

Ella lo siguió sin protestar. Una vez que llegaron al pie de la colina, pudo leer el nombre en la placa policial del compañero de Helms: PINCUS.

Helms sacó un bloc de notas del bolsillo trasero de sus pantalones.

—¿Vio la matrícula del coche?

—No.

¡Qué vergüenza que ni siquiera hubiera pensado en mirar la matrícula! Pero el coche había pasado por su lado tan rápido que ella no hubiera podido leerla incluso si hubiera tenido la intención de hacerlo.

Él la miró.

—Se da cuenta de que los que estábamos detrás de usted ahora mismo éramos nosotros.

—Sí, pero había un tipo justo a mi lado. ¿Lo vieron?

—En un coche granate —respondió.

—Sí. Al menos el primer tipo iba en un sedán granate. No estoy segura del segundo. No lo pude ver bien porque ya había oscurecido —Helms no dijo nada y ella tuvo la impresión de que no la creía—. No me lo estoy inventando —añadió.

Helms la miró durante un segundo largo, luego abrió su bloc de notas y garabateó unas cuantas líneas. Después lo volvió a meter en su bolsillo.

—Le voy a dar un consejo, señorita Rowell...

—Ya lo sé. No debería estar corriendo a esta… —Ella hizo una pausa—. ¿Usted sabe mi nombre?

—Es usted esa escritora de misterio de fuera de la ciudad que alquiló la vieja casa Marsden —Pincus habló por primera vez—. Usted vive allí sola.

Él no necesitaba recordárselo. Y tampoco quería acordarse de por qué vivía sola: de cómo Philip la dejó una vez terminada su carrera de Medicina que, dicho sea de paso, ella ayudó a pagar; de cómo la cambió por una doctora que era su «alma gemela»; de cómo tuvo que ir a vivir a esta ciudad remota para poder alquilar una casa no muy cara que pudiera costear con sus pequeñísimos anticipos.

Ella miró a Helms y una idea aterradora echó raíces en su mente.

—¿Hay alguna razón por la que me puedan estar vigilando?

Él apartó la mirada. Luego dijo:

—Se nos ha pedido que estemos alertas y la mantengamos vigilada.

—Por los asesinatos de esos escritores —añadió Pincus.

Helms le echó a Pincus una mirada que decía «cierra el pico». Después volvió a mirar de nuevo a Annie.

—Es una alerta de rutina que se le ha dado a todas las comisarías de Policía con escritores de misterio conocidos viviendo en su jurisdicción.

Podía ser algo rutinario para él. Pero no para ella.

—La llevaremos a su casa —Helms abrió la puerta trasera del coche de policía y se quedó de pie junto a ella—. Y mi consejo es que no debería estar sola en la calle a esta hora. Necesita ser más cuidadosa.

Nunca nadie le había dicho unas palabras tan ciertas. Se metió dentro del coche y se sentó en el agrietado sillón negro de vinillo Naugahyde.

Si lo analizaba racionalmente sabía que ella no era un blanco probable. Era verdad que tres grandes escritores de misterio habían sido asesinados. Uno tras otro, en el espacio de unos cuantos meses. Primero Seamus O’Neill, luego Elizabeth Wimble, y hacía una semana, Maggie Boswell. Todos ellos superestrellas literarias.

Eso no la describía a ella. Su nombre apenas era conocido por un grupo entre pequeño y mediocre de lectores. Pero estaba creciendo. Cada vez que publicaba un nuevo libro de su serie de misterio, recibía mejor acogida que el anterior. Y con su último libro ya publicado, la serie iba en aumento.

«¿Qué pasaría si la serie se convierte en un éxito de ventas? ¿Qué pasaría si me convierto en una escritora de best sellers?». Por primera vez le pareció posible. Ciertamente, su editor la estaba presionando. Y ella sabía que La cuna del Diablo, que acababa de salir a la venta, era su mejor trabajo. Después de que Philip le dijese que quería el divorcio, ella se dedicó en cuerpo y alma a escribir y todo ese esfuerzo estaba plasmado en su último libro. Qué irónico sería que el éxito por el que había luchado tan duro se convirtiera en una espada de doble filo.

Miró a través de la ventana del coche de policía mientras las colinas y los árboles pasaban volando ante sus ojos, dejando inmensas sombras en la oscuridad. Era aterrador que estuvieran asesinando a escritores de novelas policíacas. No era algo especulativo, como escribir libros de misterio. En sus libros ella no tenía ningún problema en desperdigar cuerpos por todas partes como si fueran turba.

Aquellas eran personas que ella conocía. Eran personas de carne y hueso. Las había conocido. Había hablado con ellas. Hacía solo unos cuantos días había ido a la costa, a Santa Bárbara para asistir a la fiesta de presentación del libro de Maggie Boswell en la que fue asesinada.

Lo que significaba, ella lo sabía, que el asesino también había estado allí. Probablemente él se había tomado un par de copas y contado un par de chistes. Podía haber estado a pulgadas de ella. Quizás se había rozado con ella. Quizás había estado de pie afuera cuando ella se fue de la fiesta, viéndola irse. El mismo hombre que había disparado a Seamus O’Neill y había clavado a Elizabeth Wimble una aguja de ganchillo en la garganta.

Ella se arrellanó en el asiento mientras Helms giraba hacia la izquierda y pasaba junto al cementerio con sus centenarias lápidas erosionadas. Llevaba un año viviendo en Bodega Bay y entendía perfectamente por qué Alfred Hitchcock había escogido ese lugar para rodar la película Los Pájaros. Era perfecto. El viento azotaba la tierra, los implacables acantilados rocosos; la niebla se adentraba en la tierra desde el frío y embravecido Pacífico…

Más adelante pudo ver su casa. Con todas las luces apagadas, no parecía acogedora. Era una casa de estilo victoriano de color amarillo deteriorado y llena de rincones y recovecos, y con los escalones de entrada torcidos. Varias contraventanas negras estaban a punto de caerse a pedazos. Necesitaba una capa de pintura y un sistema de seguridad, pero como era una casa alquilada, no conseguiría ninguna de las dos cosas.

Helms detuvo el coche de policía y Pincus se bajó para abrirle la puerta. Ella le dio las gracias a los dos y se dirigió al interior de la casa, consciente de que tenía dos pares de ojos clavados en su espalda.

Una vez dentro, echó el doble cerrojo a la puerta y colocó la cadena de seguridad, luego fue por las habitaciones encendiendo todas las lámparas que tenía. Cuando la vieja casa tuvo todas las luces encendidas como si fuera un árbol de Navidad, se dirigió a la cocina y sacó de la nevera un Gatorade. Después se sentó junto a la pequeña mesa de pino colocada en un rincón de la cocina bajo la ventana con cortinas.

«Tienes que dejar de pensar en los asesinatos. No estás avanzando lo suficiente con el libro».

Era muy difícil concentrarse. Y al día siguiente tendría que asistir al funeral de Maggie Boswell, lo que de nuevo le haría recordar intensamente todo lo sucedido. Michael le había pedido que lo acompañara y no se había podido negar después de todo lo que él había hecho por ella durante todos esos años.

«Nadie te está persiguiendo. No pierdas de vista tu objetivo. Escribe».

Su próxima fecha de entrega no estaba lejos. Y tenía que cumplirla, entregando un manuscrito fabuloso. La mejor forma de conseguir una buena reputación como escritora era conseguir escribir libros gruesos y publicarlos rápidamente, para mantener a sus lectores cautivados. Esta era su oportunidad de triunfar. No podía desperdiciarla porque entonces se convertiría en un caso perdido.

«Y eso es lo que Philip espera que te pase».

No había para ella una mayor motivación que esa.

—Ya está bien.

Se levantó de la silla, metió un burrito congelado en el microondas para cenar y subió al piso de arriba, a la habitación que usaba como despacho. Se ducharía más tarde. Por el momento, trabajaría. Hizo clic en el fichero del capítulo diecisiete y empezó a trabajar. Solo había un misterioso asesinato en el que iba a concentrarse. Y era el que estaba en su propia imaginación.

***

Reid Gardner estaba sentado junto a un panel de teléfonos en el estudio del programa Vigilancia contra el crimen en Hollywood. Eran ya pasadas las dos de la madrugada, hacía un frío helador y el estudio estaba desierto con la mayoría de las luces del techo apagadas y el resto, atenuadas. En la sala de redacción situada detrás de él, la señora de la limpieza provocaba bastante estrépito vaciando los cubos de basura, pasando ocasionalmente la aspiradora y cantando una canción que él no conocía.

Seguía esperando, aunque ya hacía cuatro horas que había terminado de emitirse el programa. Continuaba aguardando alguna llamada más a través de la línea telefónica de ayuda contra el crimen a la que llamaban los telespectadores. Le encantaba recibirlas. Significaba que alguien que había visto el programa les proporcionaba una pista. Una pista que podía ayudar a poner entre rejas a un fugitivo. Esa noche, como cada noche durante los últimos cinco años, había un indeseable en particular a quien Reid quería capturar.

El botón de las llamadas entrantes parpadeó con una luz roja. Se puso los auriculares y abrió una nueva hoja de datos sobre pistas en la pantalla del ordenador. Reid pulsó el botón.

—Línea telefónica de ayuda de Vigilancia contra el crimen

—Oiga, tengo algo que decir —La persona que llamaba era un hombre joven. Como de costumbre.

—Adelante.

—Es sobre ese tío, Espinoza, el que salió esta noche en tu programa

Maldita sea. No era el que Reid estaba buscando, pero era uno de la lista de los más buscados. Aunque, de los diez que habían salido en la emisión del programa de esa noche, este era uno de los delincuentes más importantes.

—¿Sabes dónde está?

—No en este momento. Pero le he visto —Bravucón. Como de costumbre.

—¿Estás seguro de que era él?

Silencio. Eso no era una buena señal.

—Sí, estoy seguro —dijo.

Muy bien. Esta llamada estaba avanzando rápidamente hacia el sur de la lista de prioridades.

—¿En dónde?

—A las afueras de Omaha, en un vertedero de ciudad llamado Murdock.

Reid meneó la cabeza, pero movió los dedos obedientemente sobre el teclado del ordenador. No era probable que fuera él. El último lugar confirmado donde habían visto a Espinoza había sido en el sur de Florida.

—¿Eso es a la salida de la interestatal 80?

El tipo se rio.

—No está mal, tío. Nadie sabe nunca un carajo dónde está Murdock. ¿Tienes un viejo mapa ahí o algo?

—No —Excepto el que Reid tenía en su cabeza. Atrapar a fugitivos no era un trabajo de oficina.

El tipo que estaba al otro lado de la línea se calló. Luego preguntó:

—¿Quién eres tú?

No había necesidad de mentir.

—Reid Gardner.

—¡No jodas! —Lo pronunció joo-das—. ¿Tú eres el presentador del programa y estás contestando el maldito teléfono? ¿A media noche? Si yo fuera tú, no haría eso. Estaría viviendo a lo grande.

—No es mi estilo —Se fijó en que Sheila Banerjee había entrado en la sala de redacción. La esencia de pachuli fue la primera pista. El hecho de ser los únicos dos miembros del personal que quedaban en el edificio fue la otra—. Bueno, dime lo que sabes de Espinoza.

No le llevó mucho tiempo. Mientras tanto, Sheila colocó su delgada cadera sobre la mesa que estaba al lado del teléfono de Reid y empezó a columpiar ligeramente su pierna derecha hacia delante y hacia atrás, arqueando graciosamente los dedos para mantener su sandalia puesta. La suave tela de su falda se agitaba rítmicamente, recordándole a Reid lo cansado que estaba.

Terminó la llamada, se quitó los auriculares, se recostó en la silla de escritorio con ruedas y se pellizcó la piel situada entre los ojos.

—¿Finalmente vas a dar por terminada la noche? —La voz de Sheila era suave, su acento de Nueva Delhi se volvía más pronunciado en las horas de la madrugada.

Él levantó la cabeza para mirarla.

—No tenías que haberte quedado.

Ella no dijo nada, solo lo miró a los ojos. Y realmente no había nada que decir. No era la lealtad a su trabajo de productora la que mantenía a Sheila Banerjee en su despacho hasta bien pasada la medianoche, y ambos lo sabían.

Ella apartó la mirada.

—Ha entrado una pista esta noche que quizás valga la pena.

Él sabía cuál era.

—La vi.

Ella leyó el escepticismo en su cara y arqueó las cejas.

—¿No crees que sea una buena pista?

Él se encogió de hombros.

—Todas parecen buenas hasta que empiezan a parecer malas —«Hasta que nos llevan al mismo callejón sin salida». Se levantó bruscamente, enviando su silla hacia atrás como si fuera un cohete—. Quiero volver a echarle un vistazo a la historia una vez más. No estoy seguro de haber utilizado las palabras adecuadas.

—Ya la hemos revisado muchísimas…

No la dejó terminar.

—Ya lo sé.

Él ya estaba en la cabina de control, las luces del equipo electrónico de alta tecnología parpadeaban en rojo y blanco en la oscura y helada habitación. Sacó de la estantería el archivo del programa y luego intordujo la cinta en una pletina y la escaneó hasta llegar al segmento sobre Larry Bola Ocho Bigelow. El hombre al que quería atrapar por encima de todos los demás. El hombre que le había cambiado la vida. El hombre que había terminado con la vida de Donna.

Sheila estaba junto a él.

—Ahí.

Reid hizo que la cinta se detuviera cuando una foto de su peor enemigo llenó la pantalla. No era una gran foto, pero era la única que tenían. Ahí estaba Bigelow, delgado, con una camiseta blanca sin mangas y pantalones vaqueros desgastados, inclinado sobre una mesa de billar con un taco en la mano.

Aunque era difícil de ver, Reid sabía que Bigelow tenía un tatuaje en su bíceps derecho, una bola número ocho negra pero que en lugar de tener el numeral ocho tenía la letra b mayúscula. Parecía estar midiendo un tiro, con la boca abierta, revelando la ausencia de uno o dos dientes. Pelo rubio despeinado, la mitad del cual le cubría la cara sin afeitar. Y aunque sus ojos no eran visibles, Reid tenía su propia imagen mental de esos profundos ojos azules fríos como el hielo. Él sabía que el demonio se escondía en su interior. El mismo demonio.

«Durante años hemos estado siguiéndolo —La voz grabada de Reid resonó en la cabina silenciosa—. Estuvimos cerca unas cuantas veces, gracias a las pistas que ustedes nos dieron. Aquellos que son telespectadores asiduos del programa saben que este caso me atañe personalmente».

Había unos cuantos detalles sobre el asesinato de Donna. La información personal de Bigelow apareció en la pantalla: edad, altura, peso. Una línea roja atravesaba un mapa del país, mostrando sus conocidos viajes de ida y vuelta a Reno, Cheyenne y Duluth. A continuación, se veía una imagen de Reid, de pie, durante una grabación nocturna, vestido con sus típicos pantalones vaqueros y cazadora de piel, enfrente de un muro cubierto de grafiti. Con el pelo rubio muy corto y el visible bulto en la nariz fruto de una pelea en la universidad que ni siquiera un maquillador profesional podía cubrir. Tenía el mismo aspecto que cuando era policía. Solo que ahora el uniforme era diferente y ya no llevaba la placa del Departamento de Policía de Los Ángeles.

«Nadie está seguro con este criminal en las calles —Reid se sintió avergonzado por la intensidad de su voz. En sus propios oídos, sonaba al borde de la desesperación—. Es un asesino. Quiero que pague. Ayúdenme a llevarlo ante la justicia».

Sheila paró la cinta. Reid cerró los ojos, escuchando la palabra «justicia» rebotando en las paredes de la sala de control como una pelota que nunca podía atrapar.

—Utilizaste las palabras adecuadas —dijo ella.

Él no podía hablar. Nunca antes había utilizado esa frase en el aire: «Este caso me atañe personalmente… Quiero… Ayúdenme…».

—Lo sé —dijo ella, como si él en realidad hubiera hablado—. Pero nuestros telespectadores lo entenderán. Y nos ayudarán, si pueden.

Él no la miró mientras sacaba la cinta y la volvía a colocar en la estantería de archivos.

—¿Tú crees que alguna vez lo atraparemos?

A ella le llevó un rato responder. Finalmente dijo:

—Sí, sí lo creo.

—No siempre terminamos atrapándolos, ya lo sabes —Él se volvió para mirarla de frente. No le dijo: no atrapamos al tuyo.

Como Reid y como muchos de los miembros del personal, Sheila también habia sido víctima de un crimen. Tal vez no era casualidad que tantas víctimas se sintieran atraídas por trabajar en el programa. A veces parecía más una vocación que un trabajo. Aunque también era cierto que podían realizar programas de televisión como los mejores profesionales del sector. Entendían toda la parafernalia, los cortes rápidos y los videos estilo cámara en mano que le daban a los programas de tipo policial su cruel realismo. Pero también sabían algo más, algo que no se aprende en la escuela de cine y televisión.

La expresión de Sheila permaneció estoica. Ya nunca mencionaba la violación. Hacía años que le había dicho a Reid que no siguiera con la búsqueda, que dejara de sacar al aire el perfil de ese miserable.

Reid no podía entenderlo, pero sabía que cada víctima hace su propia elección sobre cómo seguir adelante con el resto de su vida. De eso se trataba, también. Había un antes de que te pasara y un después de que te pasó. Antes de que se cruzara en tu camino el demonio, cuando pensabas que no te podía pasar a ti, y un después, cuando sabías que sí te podía pasar.

Salieron juntos de la cabina de control, cerraron el estudio y bajaron en el ascensor hasta el aparcamiento subterráneo. Reid acompañó a Sheila a su coche por cortesía. El edificio era tan seguro como una fortaleza. Con el odio que su trabajo generaba entre la escoria que hay sobre la faz de la tierra, tenía que ser así.

Sheila se metió en su Jetta blanco y bajó la ventanilla del conductor. Pareció dudar:

—¿Quieres venir a mi casa a tomarte una copa? Puede que te ayude a relajarte.

Él no se podía permitir a sí mismo volver a pasar por ese camino. En aquellos momentos no sería justo para Sheila, como tampoco lo fue antes.

—No esta noche —dijo manteniendo un tono de voz ligero.

Ella asintió con la cabeza. Él tuvo la impresión de que su negativa no la sorprendió.

—¿Dónde quieres que nos encontremos mañana, aquí o en el aeropuerto? —preguntó ella.

—En el aeropuerto.

El vuelo salía a las nueve de la mañana. Aquella sería otra noche corta.

—El funeral es a mediodía. ¿Tienes el expediente con los antecedentes del caso que te di?

Él asintió. Lo tenía, pero no lo había leído todavía. No podía concentrarse en el segmento sobre los escritores asesinados hasta que no saliera al aire el perfil de Bigelow. Estaba demasiado ansioso pensando en si recibirían alguna pista buena.

Era ingenuo, lo sabía. El triunfo de la esperanza sobre la experiencia. ¿Cuántas veces tendría que salir al aire antes de que recibiera una pista que lo condujera a una captura? Seis veces. Esa noche era la séptima vez.

La afortunada séptima vez.

Dejó que su esperanza aumentara mientras caminaba hacia su propio coche.

***

Antes de que amaneciera en el vecindario de Potrero Hills, en San Francisco, el agente especial del FBI al cargo, Lionel Simpson, recibió una llamada. Extendió su musculoso brazo hacia la mesita de noche y mantuvo la voz baja para no despertar a su esposa.

—Simpson.

—Soy Higuchi —El ayudante de Simpson en la oficina local—. Siento mucho llamarte a esta hora, pero pensé que querrías saber esto.

—¿Qué tienes?

—Se han identificado las huellas dactilares encontradas en la cerbatana que disparó el dardo en el caso de Maggie Boswell —Simpson se enderezó—. ¿Y?

—Tenemos unas cuantas identificaciones. De una persona en particular.

Al lado de Simpson, su esposa subió más la colcha de patchwork, se la colocó sobre los hombros y se acurrucó aún más en la almohada. Él bajó la voz:

—¿De quién son las huellas?

—Un conjunto de huellas pertenecen a Annette Rowell.



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